domingo, 22 de julio de 2012

Navidad en la cárcel



Título:
 Navidad en la cárcel
Resumen: Bill solo quiere pasar la Navidad con su hermano. No importa a quién tenga que pedirle ayuda.
Categoría: Slash
Rating: 13+
Advertencias: Incesto; AU
Nota: Participó del concurso de Navidad de Tokio Hotel Ficción, ¡y ganó! :3


Camino por los pasillos pintados de blanco desgastado del pabellón de manera calma pero con una postura que pretendo que exprese gran seriedad y fortaleza ya que, después de todo, detrás de cada puerta te encuentras con criminales. Los más peligrosos de Leipzig, y, algunos, incluso de toda Alemania. Mi tarea en este momento es relativamente sencilla, sólo camino y voy avisando que es tiempo de acostarse a dormir, que en cuarto de hora se apagaran las luces, y los reos acatan. En su mayoría de forma sumisa, algunos incluso te lo agradecen suavemente o te dicen buenas noches; y otros ya están metidos en las literas, a medio dormir o durmiendo directamente.
En mi niñez quería ser astronauta, piloto de carreras o policía. Ésta última es la que más se acerca a mi trabajo actual, pero al mismo tiempo son completamente diferentes. El sueño de cualquier niño es atrapar a los malos, no retenerlos y, en cierta forma, cuidarlos. Pero el salario es alto y sólo trabajo tres días, o cuatro como mucho, a la semana. Además, en nuestra condición de guarda cárceles, nos hallamos en una posición que impone respeto y un poder tácito sobre los que están encarcelados. Sé de carceleros que han logrado, métodos psicológicos cuestionables mediante, despersonalizar a feroces criminales hasta el punto de convertirlos en manojos de nervios que no se atreverían a levantarle la voz ni a un gato. No obstante la ley no contempla la utilización de métodos, considerados igual de abusivos que las imposiciones físicas. Por lo que deben tener cuidado de no ser descubiertos o de que el reo los delate.
Pero aquí, en Alemania, eso no es frecuente porque los prisioneros son, paradójicamente, tranquilos. Prefieren tener cada cosa en su lugar y hacer buena letra para demostrar rápidamente que se pueden reinsertar en el mundo social, cumplir los dos tercios de su condena e irse tras haber rogado por la libertad condicional.
Grita, grita lo más fuerte que puedas.
Aunque claro, es de idiotas encuadrar a todos en el mismo esquema.
Joseph, un hombre que robó una joyería a mano armada, me pide que acalle al loco que grita, así puede conciliar el sueño. Y yo no pude más que darle la razón ya que el loco estaba cantando a todo pulmón y golpeando las barras de la litera como si fuera una batería, produciendo un estridente ruido metálico.
Sabía quién era, era el único que se podía proponer hacer semejante lío a las diez menos cinco de la noche.
—Kaulitz, para de hacer ruido y acuéstate —ordeno apenas abro la ventanilla de la puerta de su celda.
Él deja de cantar y me mira, con una sonrisa formándose en su expresión.
—¡Heinz! ¡Justo contigo quería hablar!
—Pues mira tu suerte, Kaulitz —bufo sin ánimos—. Aquí estoy, ¿qué quieres?
—Puedes decirme Bill, que no te dé miedo —bromea ladinamente.
—¿Qué quieres? —repito, intentando que mi voz demuestre mi molestia, cansancio e impaciencia.
Él borra de su expresión toda burla, no por miedo, sino porque busca demostrarme la seriedad de su demanda.
—Quiero estar con mi hermano.
Cerré los ojos por un segundo con pesadez. Ya me había imaginado que querría algo así.
—Y yo quiero que te calmes y te duermas, que en unos minutos apagan las luces —por más que intenté que mi voz suene extremadamente firme, sé que fallé un poquito. Por ello, cierro la ventanilla con rapidez, antes de que él me pueda contestar, para dejar en claro que era determinante.
¡¿Qué?! ¡No! ¡Espera! ¡Heinz! ¡Heinz!
Lo escucho gritar pero aún así no regreso. Espero que se tranquilice en cuanto apaguen las luces, aunque una vocecita en mi mente me dice que es poco probable. Después de todo, lo que había aprendido en estos cuatro meses es que lo que un Kaulitz quiere, lo consigue. Sin importar qué.
Camino con parsimonia hasta el final del pabellón y me meto en la sala donde los guardas descansamos. Recién comencé mi turno y ya quiero acostarme en mi cama. Aún no hay nadie en la sala, así que me siento tranquilo, acomodo mis pies en la esquina de la mesa y prendo un cigarrillo. Logro dar una segunda calada cuando entra Felix, un compañero, e inmediatamente arruga la nariz.
—No se debe fumar aquí adentro —me avisa, pero no hace nada por quitármelo.
—Ya, pero me dejarás fumar tranquilo —le contesto divertido y él se alza de hombros, sin importarle realmente.
—¿Qué le pasa a Kaulitz? —me pregunta mientras prepara café en la cafetera.
Doy una última calada y apago el cigarrillo en mi borceguí cuando noto que la puerta se abre nuevamente dando paso a Paul, que frunce aún más el ceño al notar el olor a humo de cigarrillo.
—Mierda, ¿no puedes ir a ver qué putas quiere? —me espeta mientras se sienta con pesadez en la silla enfrente mío y me copia la postura.
—Ya fui. Ahora estoy esperando a que se duerma o se quede afónico.
—¿Y qué mierda quería?
—Eso acabo de preguntar yo —puntualiza Felix, mientras se sirve un taza.
—Ver al hermano —contesto mientras miro inquisitivamente a Felix, a la espera que se dé cuenta y me ofrezca algo de café.
—¡Puto maricón! —brama Paul—. ¡Tanto lío y su jodido hermano está que duerme de lo más tranquilo!
Alzo los hombros en actitud indiferente. Cosas que pasan, iba a decirles pero no me pareció necesario. Ya me estaba dando por vencido y me iba a servir yo mismo un café cuando noto que Felix frunce la nariz.
—Son unos enfermos.
—¡Exacto! —lo secunda Paul—. Que sean unos parricidas, pasa, ¿pero qué se acuesten entre ellos? ¿Qué clase de mierda tienen en la cabeza? ¡Son unos putos enfermos psicópatas!
No logro evitar que una pequeña carcajada irónica se me escapara de la garganta y, obviamente atrajera su atención. Felix alza una ceja inquisitiva y Paul, ante su incapacidad de realizar el mismo gesto, frunce el ceño molesto mientras farfulla que no encuentra por ningún lado el chiste. Me tomo mi tiempo para respirar y servirme café, mientras un aire de expectativa se hace presente.
Siempre me pareció curioso el concepto de moralidad en la prisión, principalmente lo desdibujado que está. Aunque se diga lo contrario, aquí la persona se mide por la atrocidad que cometió y, luego ya en la cárcel, por cómo se desenvuelve frente a la autoridad y los otros reclusos. Encontrarte con actos homosexuales no nos es anormal, es la necesidad de contacto que hace que los prisioneros se dejen llevar por sus instintos animales, o eso me dijo uno de los psicólogos. Cuando un pederasta ingresa primero aquí que al instituto psiquiátrico, todos somos concientes de la violación que recibe por parte de algún otro reo, pero nadie hace nada ni para evitarlo. La primera vez que me enteré de uno, cuando era novato, me dijeron que no lo veían como algo malo, después de todo lo hacían sufrir lo mismo que algún pobre infante, quizás un propio familiar del pederasta, sufrió. Era una especie de justicia fuera de la ley.
—Es que el alcaide me dijo casi lo mismo. —Paul asiente con el ceño fruncido y mueve las manos dando a entender que es lógico. Quizás lo sea—. Hará un mes atrás, cuando ordenó separarlos —agrego sin pensar mucho en la charla.
En mi mente invade el recuerdo de cuando fuimos a buscar a los gemelos Kaulitz a los juzgados, donde admitieron la culpa de su delito. El alcaide mismo los encerró juntos en una celda, diciendo algo como que ahora estarían de vuelta en un útero por quince años, buscando crear o acrecentar un sentimiento de desolación. Yo, en cambio, noté sus casi imperceptibles sonrisas. Y semanas más tarde soporté la furia del alcaide al ver que ambos gemelos follaban como conejos, hasta el punto que, tres meses más tarde de su ingreso en la penitenciaria, ordenó separarlos porque no lo toleraba más.
No me atreví a decirle al alcaide que no veo el problema. Mentira, lo veo, pero no lo percibo como una abominación, a diferencia del resto.
—¿En qué les afecta que un hermano le rompa el culo al otro, si ambos lo hacen a voluntad propia? —pregunto de manera inconsciente, pensando en voz alta. Felix y Paul me observan con los ojos abiertos, el estupor dueño de sus expresiones.
—¿En qué nos afecta? ¿Estás loco? ¡Es una abominación! ¡Dos hermanos no pueden hacer eso! —chilla Paul, enloquecido.
—Podría afectar severamente en la reinserción en la sociedad de los demás presos. —acota Felix con el ceño fruncido de enfado.
—¡Eso! —vuelve a chillar el otro—. ¡Imagínate que algún otro de esos retrasados mentales quiera hacer lo mismo con un familiar!
—No son retrasados mentales —murmuro yo—. Serán criminales y algunos drogadictos, pero no retrasados. Algunos son más astutos que nosotros.
De fondo continuamos oyendo la batería improvisada y el canto a gritos interrumpido cada tanto por un grito que busca llamar mi atención. Sinceramente, la terquedad y perseverancia de Bill Kaulitz es admirable.
Paul se aprieta las sienes y grita completamente exaltado, en parte por el tema delicado que veníamos hablando, y furioso.
—¡Cállate maricón! —vocifera para Kaulitz, mas Felix y yo nos miramos de reojo: Ambos sabemos que no se callará. Paul se da vuelta hacia mí y me mira apretando los dientes—. Ve y dile al puto psicópata enfermo ese, tan amiguito tuyo, que se calle ya, que me estalla la cabeza del dolor de oído, y que si no lo hace no respondo de mí. Puede que desaparezca incluso su amoroso hermanito —me amenaza.
Lo observo con una ceja alzada, mostrándome indiferente. Aún así vuelvo a escuchar otro ¡Heinz!, pero esta vez proveniente de varios reclusos que quieren descansar. Suspiro, abandono mi café y bajo los pies de la mesa. Mientras camino por el pasillo del pabellón que me asignaron, voy golpeando las puertas de los reos que gritan, dándoles a entender que aquí estoy, que se callen, hasta llegar a la de él. El loco, en palabras de Joseph.
¡Heinz! —lo oigo gritar cuando abro directamente la puerta y lo observo con una ceja alzada.
—¿Qué quieres, Kaulitz? Otra vez.
Él me mira, con sus ojos felinos almendrados, desafiándome a entrar. Me hace una seña para que cierre la puerta detrás de mí, y yo lo hago, a sabiendas de que la picana eléctrica se encuentra en mi cinturón, al lado de mi mano; aunque estoy casi seguro de que no la necesitaré. Sólo espero que esto no demore tanto.
—Si es por tu hermano, ya sabes. Yo no tengo nada que hacer. Si el alcaide los quiere en diferentes celdas, en diferentes celdas estarán. Encuéntrense en los recesos, como vienen haciendo últimamente —digo con mi tono de voz neutro.
—¡No es por eso! —replica inmediatamente y me sorprende—. Bueno, en parte sería mejor los dos en la misma celda de nuevo, pero no me refiero a eso. Yo… —se interrumpió a sí mismo para inspirar profundamente—. Hueles a cigarrillo. —afirmó—. Tienes cigarrillos, ¡dame uno!
—No se puede fumar en espacios cerrados. —Yo lo hago igual, pero de eso no tiene por qué enterarse.
Bill me mira con una ceja alzada.
—Vamos afuera a fumar y conversar, entonces —solucionó rápidamente.
—Hay un grado bajo cero afuera, podría tentarme a dejarte encerrado allá. “Prisionero muerto por hipotermia mientras intenta fugarse sin éxito” no es un mal titular, ¿no? —bromeo y él pone los ojos en blanco mientras se queja de mi pésimo humor negro en voz baja. Me dirijo a la ventana cerrada, de vidrios y abarrotada, y la entreabro—. Venga, ¿de qué quieres conversar?
Prendo un cigarrillo y se lo paso, mientras él lo recibe con una sonrisa entre alegre y aliviada, y se lo lleva a lo labios para darle la primera calada. Me prendo para mí también otro cigarrillo y copio su acción. Por unos segundos sólo se siente el frío típico del invierno y el sonido casi imperceptible cuando expulsamos el humo y el gusto adictivamente amargo del cigarrillo se instala en nuestras gargantas.
—Quiero estar con mi herma…
Frunzo el ceño. Lo que me faltaba, un cigarrillo desperdiciado en un terco prisionero.
—Ya te dije que… —lo estoy interrumpiendo cuando él me interrumpe a mí.
—Que no, idiota —espeta con el ceño fruncido, molesto porque no le haya dejado terminar de hablar. Lo miro con una ceja alzada, en parte de incredulidad.
—No es muy inteligente llamar “idiota” a tu guarda cárcel —le espeto con una sonrisa ladina, aunque en mi fuero interno no podía parar de admirar su estúpida valentía.
—Entonces no me cortes cuando hablo —me retruca—. Lo que quiero decir, ¿sabes que día es dentro de cuatro días?
Pienso por un segundo. Sé que es una pregunta retórica, porque la respuesta debe ser muy obvia, pero últimamente ando perdido con los días.
—Sábado.
—¡No! ¡Será Noche buena y el domingo Navidad! —me corrige incrédulo.
Yo me encojo de hombros, sin darle mucha importancia, mientras le doy otra calada a mi cigarrillo.
—¿Y? Pensé que eras ateo  —comento.
—Lo soy. Pero es Navidad, es importante y quiero…
—Pasarla con tu hermano —completo conectando con lo que dijo anteriormente.
—Exacto —asiente con una sonrisa.
—Y quieres que yo te ayude.
—Estás hecho todo una luz hoy, ¿no? —se mofa, sin que la pequeña sonrisa se escape de sus labios.
Apago el final del cigarrillo en el barrote de la ventana y tiro la colilla en el váter de la celda.
—No me sigas rompiendo los huevos, Kaulitz, o te vas a dormir involuntariamente —amenazo agarrando la picana eléctrica, pero sin sacarla de mi cinturón. Su expresión apenas varía pero no me demuestra gran temor en ningún momento, sólo seriedad—. Para Navidad, para los que no hayan podido obtener el permiso de visita a sus familiares, las cocinas se esmerarán y harán un mejor desayuno y en Nochebuena podrán armar el arbolito y poner algunos adornos, y creo que incluso les harán ponche. Allí podrás estar con tu hermano.
Bill niega con la cabeza repetidamente, luciendo exasperado.
—¡No! Maldición, ¿es que no tienes alguien a quien ames? ¿Una novia o un bicho? Quiero que sea especial, que sea nuestro, que Tom vea que lo amo, que todo lo que hicimos se justifica si podemos estar un rato a solas, que si lo queremos podemos ser eternos, que no hay nadie más para mi que él. —Bill baja la cabeza para que no lo vea a los ojos, pero noto su labio inferior temblando, y se me encoge el estómago y me quedo sin aliento por unos segundos.
—¿Qué hicieron? —pregunto con un hilo de voz.
Él alza la vista con los ojos levemente rojos.
—¿Qué?
—¿Que qué hicieron que puede ser justificable…?
—Creía que era obvio. —El cigarrillo se consumió en sus dedos hace un rato pero Bill no lo tira, sino que juega con la colilla inconscientemente mientras habla mirando las estrellas a través de la ventana—. Matamos a nuestro padre. Tú estabas cuando nos condenaron por patricidio. Él nos descubrió y nos amenazó con contarle a mamá, a todo el mundo, si no parábamos con esta “vergonzosa abominación” —Bill escupe las palabras con rencor y hasta podría decir odio—. Con Tom tardamos un poco pero finalmente nos decidimos a matarlo. Un disparo a quemarropa en el cráneo. Sabíamos que en prisión seríamos libres, metafóricamente hablando —añade con una sonrisa irónica y un poco nostálgica mientras se frota el brazo, donde sé que tiene tatuado Libertad—. Y lo somos, somos Bill y Tom, Tom y Bill, dos personas que se aman sin importar quiénes estén enfrente y quienes seamos. Aunque claro, para eso tuvimos que ocultar nuestro verdadero motivo en el juicio de por qué matamos a nuestro padre.
Le creo. Puedo sentirlo. Hay una diferencia entre alguien que está intentando convencerte y alguien que te habla con sinceridad; y, después de seis años como guarda, puedo decir que Bill Kaulitz me habló con absoluta sinceridad.
Pero yo tampoco puedo ceder tan fácilmente.
—Ni siquiera sabes si estaré aquí el fin de semana.
—Ah, perdón —se disculpa desorientado, regresando a la realidad de repente—. ¿Qué harás en Navidad?
Me tomo unos segundos para pensar. Será lo mismo que la Navidad anterior: cenar con mi madre, mi hermana y su novio. Tenso la mandíbula.
—Trabajaré —determino y él sonríe, saboreando victoria—. ¿Sabes que si te ayudo me podrían sancionar gravemente e incluso echarme? —Él borra lentamente su sonrisa mientras asiente—. ¿Y que les quieren extender la condena?
—Seh, dos años más por cometer incesto.
Por supuesto que lo sabía, el alcaide mismo se los dijo. Y, aunque para ellos supondría más tiempo “libres”, era poco probable por el momento que se realice. El alcaide no está dispuesto a que los medios muestren un escándalo sobre su prisión.
—¿Y que todos te consideran un enfermo psicópata? —pregunto sólo por curiosidad, para que se impaciente.
Él frunce los labios.
—Sí, sobre eso, ¿pueden cambiar mi psicólogo? Estoy podrido de que se debata si soy un psicópata, un sociópata o tengo no-sé-qué trastorno. —Niego con la cabeza. Eso está fuera de discusión—. Bien, entonces sólo tengo que repetirle que con Tom fuimos cambiando nuestro concepto de moralidad personal y amenazarlo con degollarlo.
No me asusto de su ocurrencia, para algunos que trabajan aquí ya es común. En cambio, lo miro a los ojos y suspiro como si me diera por vencido.
—Bien, te ayudaré. —Sus ojos brillan y la sonrisa vuelve—. Pero hablaremos luego, ahora duerme que mañana te comerás la bronca del alcaide.

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Por supuesto, no me equivoqué.
El alcaide se regocijó gritando y sermoneando a Bill, quien mantuvo la cabeza gacha, fingiendo estar apenado de su conducta, consiguiendo así un castigo suave. Ayudar en las cocinas durante una semana únicamente. Cuando lo guié de vuelta a su celda, volvía animado de que el alcaide le haya dado la excusa perfecta para planificar todo.
Y claro, yo tengo que ayudarle.
—¿Dónde está Bill?
Tom Kaulitz me pregunta sinceramente preocupado. Es la hora del receso, donde los prisioneros se recrean ya sea jugando al ajedrez, haciendo algún deporte o ejercicio, leyendo o incluso hablando. Pero para nosotros estas horas son las más pesadas, ya que tenemos que estar atento de todos los convictos al mismo tiempo. Normalmente Tom y Bill están juntos en este tiempo, pero hace diez minutos que veo a Tom observar para todos lados, buscando.
—En su celda —le informo—, por orden del alcaide, no puede salir en toda lo que queda de la semana.
—¡¿Qué?! ¡¿Por qué?! ¡Eso es un incumplimiento a nuestros derechos de recreación! —brama acercándose furioso, con el ceño fruncido.
—¿Y a mi qué? Él se lo buscó, él se lo ganó. Búscalo en la hora de baño o de comida.
Quiero dar por terminada la conversación y me doy vuelta, alejándome unos pasos, cuando siento que una mano me agarra el hombro, intentando detenerme.
—¡Maldición, Heinz! ¡No te vayas! ¡Haz que Bill salga! —ordena elevando la voz. Noto que estamos llamando la atención de algunos compañeros y de varios reos—. O sino te podemos organizar el peor motín en la historia, y tú bien lo sabes —me amenaza en un siseo, buscando infundirme miedo.
Lo sé. Bill y Tom se han ganado fama y se convirtieron en líderes para los demás. También tienen algunos enemigos, aunque casi no se animan a atacarlos. Ambos poseen un poder de retórica y un carisma de líder natural. Si alguno habla, los otros callan. Bill es más habilidoso en este sentido, ya que es menos impulsivo y más calculador con las palabras. En cambio, Tom desarrolló más fuerza que Bill, aunque a simple vista ambos parecen debiluchos, y el que se anime a contrariarlos recibe una paliza. No obstante, sin duda, lo que más infunde temor y respeto es el concepto de moralidad que hay aquí. Incluso siendo criminales, todos creen que el que estén tan enfermos como para acostarse con su propio hermano, los hace capaces de cualquier cosa.
—Mira Kaulitz, no me rompas los huevos. —Me doy vuelta para hacerle frente, molesto, y me deshago de su agarre—. Tu hermano me cae bien y, por ahora, tú también. Sé que pueden armar un motín perfectamente, pero también sé que aprecias a Bill lo suficiente como para quedarte sin su culo. Así que te calmas, juegas al básquet y luego te pajeas solito en tu celda.
Tom me mira con los dientes apretados, la furia y el desprecio escrito en su rostro, pero se aleja pisando fuerte, conciente de que mi amenaza –aunque lejos de cumplirse- no son palabras vanas ya que en la cárcel es fácil disfrazar los hechos. Basta con decir que fue un accidente o culpa de otro reo. Tom, principalmente para descargar bronca, toma una pelota y la rebota con fuerza contra el piso, saliendo ésta disparada al cielo, y me mira de soslayo mientras continua andando, demostrando su furia.
Algunos nos continúan mirando, por más que Tom se alejó, el aire tenso se mantiene. Felix se me acerca, inquisitivo. Había visto nuestro intercambio de palabras y las mandíbulas tensas que portamos. No llega a preguntarme concretamente qué sucedió, que yo niego con la cabeza. No quiero hablar, estoy cansado. Él se hunde de hombros, condescendiente y me avisa que el otro Kaulitz me busca. Suspiro. En serio estoy cansado. Lidiar con prisioneros ya es pesado, pero los gemelos Kaulitz, aunque realmente me caen bien, lo hace aún peor.
Regreso del patio nuevamente al pabellón y voy hasta la celda de Bill, cuya puerta abro sin miramientos e ingreso. Él levanta su mirada desde su litera, donde está sentado con una libreta abierta a su lado y algo de ropa desperdigada encima de la frazada.
—¡Heinz! ¿Qué te parece mejor? ¿Camisa negra o blanca? —Me señala cada una y mira su libreta mientras marca algo con un lápiz—. Ah, y consígueme budín, champaña y…
—Mira Bill —interrumpo, apretándome el puente de la nariz—, yo no soy tu amiguita o tu sirviente. Te ayudo en lo que puedo y quiero —digo con firmeza, mirándolo directamente a los ojos.
—Es que necesito estas cosas y no es que no quiera ir al mercado, justamente —responde impetuoso, sin apartar la mirada.
—Si quieres algo, acepta por una vez una visita de tu madre y pídeselo.
Entonces Bill agacha la cabeza, agitándola suavemente, y se concentra en su libreta.
—No puedo —farfulla con un hilo de voz—. No puedo, no puedo —repite tirando un poco de su pelo, muestra de la impotencia que debe sentir en su interior—. No puedo… no sé qué decirle… cómo me explico, nos explico… mamá no sabe…nosotros no podíamos decirle… y mentimos, mentimos tanto, pero ella sabe que no es verdad, pero no sabe la verdad… —su voz se quiebra y advierto en su cuerpo pequeños espasmos. Ahoga los sollozos para que yo no los note y se tapa con una mano lo que podría ser visible de su rostro, ocultando su tristeza.
Luce débil.
Bill luce tremendamente débil. Sé que él no se muestra así ante nadie, sólo ante su hermano; y poder verlo me ablanda irremediablemente.
—Si realmente amas a Tom, podrás —le contradigo, con seguridad.
Inmediatamente alza la mirada, los ojos hinchados bien abiertos. Yo asiento con una pequeña sonrisa en mi rostro, infundiéndole confianza. Por unos segundos la duda permanece en su rostro, pero sacude la cabeza y me devuelve una ancha sonrisa.
—Bien, la llamaré mañana —decide. Su mano tiembla nuevamente cuando empieza a añadir— ¿Podrías acompa…?
—Lo siento, mañana tengo franco —no puedo evitar que un poco de alegría en mi voz cuando digo esto—. Recuerda, veinticuatro horas de trabajo y cuarenta y ocho de descanso.
—Ustedes sí que no trabajan —bufa, regresando a su forma de ser habitual. Estoy tentado de golpearlo y decirle que trabaje por mí entonces y tolere todo lo que yo soporto—. ¡Espera! Entonces trabajarás el viernes en vez…
—Cambiaré el día con Paul. —Él tiene una bebé y estaba decepcionado por no pasar con ella su primera Navidad. Cuando le dije, el mastodonte me abrazó de la alegría—. Sólo para que puedas estar con tu amado. —ironizo consciente de que no es enteramente la verdad.
—Gracias.
Esa palabra en voz alta me descoloca levemente. Es la primera vez que lo dice. Por el sonrojo, los ojos brillosos y los hombros relajados, puedo asegurar que lo hace con sinceridad.
—Aja… —pronuncio nomás, para que no se dé cuenta de que me dejó un poco desarmado. Me doy vuelta saludando con una seña y abro la puerta de la celda—. Y la negra va más con tu estilo.

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Las compras navideñas son una locura en esta época, cuando se está en las vísperas. Me maldigo a mí mismo por haber dejado todo para último momento, y por haber accedido al pedido de mí hermana de que la acompañe para hacer las compras. Ahora tengo una jornada larga de trabajo por delante, y pocas horas de sueño como respaldo.
Apenas llegué a la penitenciaria, Paul se despidió de mí casi saltando de la alegría, burlándose antes de mis ojeras, y Felix me alcanzó una taza de café mientras me colocaba mi uniforme. Él es soltero y está viviendo solo, así que no tuvo problemas con tomar esta guardia. Ahora hago un camino que se está volviendo penosamente rutinario hacia la celda de Kaulitz, mientras Felix y los demás están en el patio y el comedor, soportando el frío durante el receso.
Abro la puerta y me encuentro con dos cajas grandes y a Bill sumergido en ellas, revolviendo. El ruido de la puerta al cerrarse hace que me advierta y me salude con un asentimiento. No puedo evitar sentir curiosidad por el contenido de esas cajas, pero me imagino que lo descubriré luego.
—¿Está todo?
Bill saca una guirnalda y la admira por un segundo con ojos satisfechos, mas niega con la cabeza.
—Mamá lo trajo hará una hora, y realmente está todo bárbaro, pero no le dejaron darme ni champaña ni cigarrillos. —Él hace una mueca de desencanto, sinceramente divertida. Me tienta preguntarle qué tal fue todo con su madre, pero me recuerdo a tiempo que soy su guarda cárcel, no su amigo. De cualquier forma, debe de haberle ido bien, ya que la alegría se notaba en sus facciones—. ¡Ni siquiera pudo dejarme los bombones con licor! ¡Y todos sabemos que casi no tienen licor!
No puedo evitar una pequeña risa y Bill me mira enfadado, con una ceja alzada.
—No eres el favorito del alcaide.
—Sí, me di cuenta —murmura frustrado.
—Venga, al menos no trabajas en las cocinas esta noche —me sorprendo a mí mismo tratando de animarlo.
—¡Era lo mínimo! —chilla y me hace recordar un poco la actitud de diva que tuvo los primeros días—. El champaña y los cigarrillos… —Bill continúa farfullando.
Agarro una de las cajas y abro la puerta, mientras le hago una seña para que me siga. Él toma la libreta y la otra caja y me sigue.
—Ni que fueran tan importantes —murmuro.
—¡Lo son! —me espeta Bill, sobresaltándome—. ¡Todo es importante!
Su voz retumba un poco mientras caminamos por los pasillos vacíos. Se filtra un poco el ruido del exterior, pero no llega a acallar el tarareo de Bill. Es raro oír a alguien tararear o cantar en prisión, a menos que no esté cuerdo. Giramos a la derecha y entramos en un área apartada, en absoluto silencio. Abro la segunda puerta y entramos en la habitación, más chica que una celda individual, aunque los ojos de Bill brillaron de emoción.
—Nunca creí que diría esto, pero la celda de confinamiento es perfecta —él comenta y deja caer la caja en el piso.
Yo no la describiría como perfecta, pero al menos está aislada.
Dejo la caja en el piso y Bill empieza inmediatamente a sacar cosas de todo tipo de ambas cajas, tarareando alegre. Guirnaldas con moños de gamuza rojos, un pequeño árbol de navidad con las bolas pegadas, cortinas navideñas, una manta blanca, varios candelabros y velas doradas, finas copas de cristal envueltas en papel de diario, un plato y un chuchillo de plata, varios budines y no llego a ver qué más.
—¿Tanto te compró tu madre? —se me escapa la pregunta mientras alzo una ceja.
—No tanto, exceptuando las velas y lo comestible, es todo de mi casa. Yo se lo pedí así —contesta un poco distraído, estirando las cortinas que, vale decir, no sé dónde pondrá ya que no hay ventanas.
—Bill —le llamo la atención y él levanta la cabeza, yo no puedo evitar la curiosidad. Mentira; no es curiosidad, necesito saberlo—. ¿Realmente vale la pena dejar atrás tanto lujo y tu vida por…?
Me callo. No puedo seguir la pregunta, las palabras mueren en mis labios ahora. Él me mira con estupor unos segundos, luego su semblante se oscurece como si por un segundo creyó que lo estaba insultando, e inmediatamente se relaja, regalándome una sonrisa.
—Por supuesto. Vale demasiado la pena —me contesta apacible con la sonrisa ensanchándose—. Incluso lo volvería a hacer miles de veces si puedo estar con Tomi.
Asiento compresivo.
Suspiro mientras Bill vuelve a avocarse a sacar cosas y a tachar de su libreta.
—Me voy. Volveré en dos horas, si no estás listo, te jodes. —le aviso y oigo un perdido sonido de afirmación antes de salir de la habitación con dirección al patio. No obstante, antes de llegar me lo pienso mejor y me voy a la sala donde descansamos, donde está mi taquilla y donde está mi humilde regalo.

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Paseo por el comedor, donde ahora están los reclusos ya que afuera está helando, y el ambiente festivo se percibe más. Algunos incluso cantan canciones navideñas, otros hablan nostálgicamente sobre navidades pasadas, otros se muestran indiferentes ya sea porque realmente lo están o porque no quieren demostrar su tristeza. Mirando a simple vista, puedo decir que casi el tercio de los reclusos consiguieron el permiso de visita a sus familiares; algo de lo que el alcaide se jactará sobre la penitenciaria que dirige.
Las cocinas aún no abren, faltará menos de una hora, mas algunos ya están guardándose lugar. Otros, en cambio están apiñados en mesas, haciendo pulseadas o jugando al ajedrez. Entre estos últimos, vislumbro a Tom Kaulitz. A su lado están dos haciendo una pulseada y los otros alentando. No obstante, Tom los mira aburrido, acariciando un Rey blanco con sus dedos de manera instintiva, y cada tanto levanta la cabeza e inspecciona todo el lugar, para volver a dejar caer la cabeza sobre su mano libre.
Me acerco con sigilo a Tom, tocando el objeto que escondo en la manga de mi chaqueta. Cuando veo que Tom alza la cabeza y su mano cae irremediablemente oculta entre su cuerpo y la mesa, me le tiro encima. Aplasto la parte superior de su cuerpo con el mío, y su cabeza hace un ruido estrepitoso que llama la atención de los reos a su lado.
—¡Te vi, Kaulitz! —vocifero, mientras agarro sus dos manos y tiro de sus brazos hacia atrás de su espalda.
Pasada la sorpresa, él empieza a removerse furiosamente.
—¡¿Qué?! ¡Heinz! ¡¿Pero que putas te pasa?! —grita, reconociendo mi voz.
—Te vi, Kaulitz. Yo te vi. —respondo, complacido de atraer la atención de casi todo el comedor.
—¡¿Qué mierda viste?! —pregunta enojado, retorciéndose, en parte para que lo libere y en parte por el dolor que le debo estar causando en el hombro con mi codo.
—Esto —siseo y coloco sobre la mesa, a lado de su rostro, un cuchillo tramontana. Él abre un poco los ojos sorprendido y extrañado.
—¡Eso no es mío! —declara, enfadado.
—Dime, ¿tanta frustración sexual tienes que buscas otras formas de divertirte?
Tom vuelve a clamar que el cuchillo no es suyo; y es cierto, lo saqué yo hace unos minutos de las cocinas, pero eso los demás no lo saben. Agarro a Tom fuertemente de sus manos cruzadas y del hombro y lo obligo a levantarse.
—Vamos, sin chistar —ordeno mientras lo empujo para que camine y hago presión en su hombro para que no se retuerza tanto. Veo a Felix mirarme a lo lejos sorprendido e inquisitivo—. A confinamiento —añado e inmediatamente Tom se retuerce con mayor fuerza.
Logro arrastrarlo entre tantos movimientos, ordenándole que se calle. No sé cómo, pero él llega a una conclusión extraña de mis actos que involucra a Bill.
—¡Me dijeron que te vieron entrar en su celda varias veces!
—¿Qué idioteces dices? Él no es mi tipo.
—¿Y cuál es entonces? —me desafía con voz irónica.
Mujer —contesto, antes de abrir la puerta.
—¡¿Entonces por qué haces esto?!
Tom vuelve a retorcerse clamando que soy injusto y yo pateo una caja que yo mismo dejé. Lo empujo nuevamente para que entre y él trastabilla, casi cayéndose.
—¡¿Cuál es tu problema…?! —su voz se apaga cuando sus pupilas admiran la decoración navideña de la habitación y a Bill sonriéndole de la manera más genuina que he visto, con la camisa negra y pantalones rojos. Tom se contagia de su sonrisa y lo abraza fuertemente—. Bill… ¿tú has…?
Debo irme, pero antes busco en la caja que pateé mi humilde regalo.
—Feliz Navidad, Kaulitz —les sonrío a ambos y le alcanzo una botella de champaña y un paquete de cigarrillos. Bill corre a agarrarlos emocionado y Tom me sonríe agradecido, seguramente de ver a su hermano tan feliz, mientras lo abraza por la espalda—. Vale, mañana los saco al amanecer, antes de que venga el alcaide —les aviso y cierro la puerta.
Estoy satisfecho. No contento, pero satisfecho. Debería ayudar en el comedor, pero antes me paso por la sala de seguridad. Hoy no hay nadie, de eso me aseguré temprano, y me siento un rato a observar a los gemelos y le pongo audio a su cámara.
…y Heinz me ayudó.
Vale, deberé agradecer o disculparme, entonces.
Solo, yo afirmo con la cabeza como respuesta a Tom. Soporté un dolor de cabeza por su culpa.
Es todo igual que…
Sí, incluso mira —interrumpe Bill, señalando al techo dónde sé que colgó un muérdago.
Tom se ríe y agarra la cabeza de Bill, posando sus labios sobre los de Bill de una forma extrañamente ansiosa y dulce a la vez. Acerca sus cuerpos lo más posible y acaricia los cabellos cortos de su hermano, quien encierra con sus brazos alrededor de su cintura. El beso es largo, profundo y yo me siento un pervertido voyeurista espiándolos.
Tomi, que eso viene después —ríe Bill, apenas se separan.
Cierto, ¿que venía primero?
¡Champaña! —le alcanza una copa y ambos toman el contenido rápidamente—. Y después… ¿Baila, Sr. Kaulitz?
Tom lanza una carcajada.
Por supuesto, Sr. Kaulitz.
Vale, pero habrá que tararear la música porque no conseguí como reproducirla.
Y ambos se enlazan en un vals a destiempo y pésimamente bailado, mientras se deshacen en risas.
¡Trajiste mi manta! —exclama Tom, mirando la cama.
¡Por supuesto! ¡No podía faltar! —le contesta Bill, buscándola y tapándolos a ambos—. Lo único que faltará es mamá gritando porque nos encuentra fumando.
Y a ti vomitando del pedo sobre mi manta después que te beso.
Bill tuerce la boca.
Podemos omitir eso. Odio vomitar.
Tom ríe a carcajadas y lo atrae hacia sí, abrazándolo fuertemente bajo la manta, supongo, mientras besa con ternura su cuero cabelludo.
Te amo, Bill.
Yo también, Tomi. Ya son cuatro años unidos —sonríe mientras enlaza sus manos.
Y aún nos queda una vida.
Bill lo besa nuevamente, de forma apasionada, aunque lo corta abruptamente después de unos cuantos segundos. Tom lo mira inquisitivo, con ganas de más.
¿Crees es muy tonto recrear nuestro primer beso? —cuestiona serio.
Sí, pero nadie nos está viendo.
Siento culpa al oír a Tom y recaigo en la sonrisa que se me formó viéndolos. Me dispongo a apagar el monitor cuando oigo mi celular. Mi hermana me estaba llamando.
—¡Heinz! ¡Te extraño! ¡Navidad no es lo mismo sin ti! —me saluda y mi sonrisa se ensancha.
—Yo también, cariño, pero tenía que ayudar aquí.
—Oh, te explotan —sonrío ante su tono de niña pequeña—. Aquí mamá y Frank te mandan saludos.
Al oír el último nombre, la sonrisa se esfuma.
—Yo también. Me tengo que ir, linda, nos vemos mañana.
—Vale, ¡mira que te espero con sidra y galletas!
Sonrío y le mando besos. Sólo ella es tan alegre y buena, simpática y contenedora…
Miro el monitor de nuevo. Recuerdo que Tom cuestionó por qué lo hacía. ¿Por qué no? Yo también sé lo que es ver a tu hermana y que te cambie el semblante, que la temperatura de la habitación aumente tres grados si está presente, querer besarle y acariciarle de un modo no-fraternal, pasar cada minuto juntos, poseer un mundo propio, un lugar donde ser libres.
Feliz Navidad, Tomi.
Feliz Navidad —contesta mientras apoya su frente en la de su gemelo.
Con la diferencia de que ellos arriesgaron todo por su amor, mientras que yo soy un cobarde que no se anima a confesarse porque ya sabe que no es correspondido.

1 comentario:

  1. °°°ooohhhh!!! dios!! no sabes cuanto ame esta historia!!! :3 woow que lindo!! *-* gracias por compartirlo!!! Besitos y abrazos virtuales°°°

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