Categoría: General, Hetero
Nota: Ganó el segundo lugar en el concurso juvenil de la Asociación El Puente
La lluvia acaecía sobre la ciudad en una guerra contra
todo lo terrenal. Era una lucha furiosa, en la que las gotas, como fieles
guerreros del medioevo, atacaban a la sonriente pareja. Ellos caminaban con
lentitud, haciendo caso omiso al estruendo de los truenos, a los relámpagos que
resquebrajaban el cielo y a la soledad de las calles, permeabilizada
ocasionalmente por algún auto fugaz. Ya no les importaba ni la humedad, ni su
paraguas poco protector, ni el frío incipiente. Sus enormes sonrisas
destellaban y no podían evitar colocar sus manos sobre el vientre femenino.
Entre ellos no mediaban palabras, sólo calidez y cariño.
Desde entonces, para
ellos la lluvia no les es lo mismo que antes.
El edificio le parecía ahora inmaculado, frío y
distante. Su alegría había fluido hasta desvanecerse y sus ojos chocolates
demostraban aflicción con pequeñas lágrimas desbordándose en un suave descenso
hacia sus labios. El contento cautivo entre ellos desde fines de ese febrero
lluvioso, para ella falleció esa tarde. Su cuerpo temblaba, aunque sabía que no
era a causa del viento gélido que asolaba las calles. En su cabeza aquellas
palabras se repetían como un viejo disco rayado, y en todos lados creía ver
indirectas y burlas hacia su situación. “Está todo en su mente,” le habían
dicho. Su aliento se evaporaba frente a ella cada vez que un sollozo se le
escapaba. “Todo lo que usted creía sentir es producto de su fuerte deseo”. Su
angustia la traspasó y se condesó allí, frente al consultorio.
Ese día, inexplicablemente,
nevó por primera vez en cien años.
El sol de la mañana era cruel. Toda la noche en vela
casi no le había servido para tranquilizarse. Le habían recomendado beber té de
tilo, mas no le sirvió. Había visto los copos de hielo caer del tormentoso
cielo y detenerse. Ahora el sol de mediados de junio estaba derritiendo la
nacarada nieve con su calor insulso, que no competía con el viento helado que
arrasaba la ciudad y le arrebolaba las mejillas. Él llegó apurado,
disculpándose a pesar de no haberse demorado. “Tiempo loco”, comentó con una
sonrisa. Cuando vio que ella no le correspondió la sonrisa, se preocupó. Él,
pesimista voluntario, imaginó inmediatamente lo peor. Quiso conducirla hacia un
bar, esperando que el café los entibiara, pero ella balbuceó unas palabras poco
entendibles y comenzó a llorar nuevamente. Le repitió, como pudo, las palabras
que le dijeron el día anterior. Él tomó su mano y la acarició con ternura y
comprensión. La abrazó con fuerza y le susurró al oído suaves esperanzas. “Ya
podremos, ya se dará”. Ella se dejó contener.
Su maternal deseo, hoy comenzó a nublarse.
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