domingo, 18 de agosto de 2013

Fiesta al anochecer

Título: Fiesta al anochecer
ResumenPorque todos tienen derecho a festejar su cumpleaños, incluso los ya-no-más ángeles.
Fandom: Supernatural
Rating: G.
Nota: ¡Mi segunda participación en el mes de Misha para la comunidad de Misha Collins en LJ! ¡Espero que les guste! 

La noche se había iluminado con un entramado de pérdidas trascendentales y habían llovido plumas que se desintegraban al contacto con el aire; éter rindiéndose a la realidad.
De eso, ya cuatro anocheceres. O cinco, quizás. La esperanza inagotable y el anhelo de ayudar, motivaciones de otros entonces, sucumbieron en su alma y para Castiel la noción de tiempo había empezado a difuminarse. Irónico era que, ahora, el tiempo debería volverse uno de los ejes de su vida mortal. La casa celestial había cerrado y trancado sus puertas con ellos afuera y, por primera vez, él realmente no tenía ninguna idea de qué hacer. Había decepcionado nuevamente a su plan B y las demás letras no existían.
Su plan actual consistía, de hecho, en realizar lo que estaba haciendo: vagar.
Se sentía perdido, desconcertado, tal cómo había atravesado el Purgatorio; caminando entre árboles, sobreviviendo. Pero esta vez era peor; se hallaba a merced de revoluciones nuevas que se producían en su cuerpo, especialmente de un profundo escozor en su pecho que lo fatigaba aún más que la infinita caminata. Dolor, le llamaban los humanos, o así creía recordar, y parecía inamovible.
Dolor que ciertamente se ahondó cuando, arrastrado por las necesidades básicas humanas, vislumbró una niña con un par de pequeñas alas en su espalda, una aureola sobre su cabellera rubia y una varita mágica apenas entró en el supermercado. El disfraz era notorio, completamente artificial, ignorante y redundante. Características atribuidas a distintas leyendas del folklore, todas unidas al concepto de un ser ahora inexistente a través de purpurina.
Quizás, en su desconcierto, su mirada se había vuelto muy insistente o quizás la niña tenía poderes o quizás la varita sí era mágica, porque un repentino “¿Qué miras?” se abrió paso hacia sus oídos con claridad. La niña lo miraba con ojos grises, curiosos.
—Un ángel —murmuró Castiel luego de unos segundos.
—Sí, lo soy —afirmó la niña con alegría, mientras se tocaba las plumas con la varita,  creando ligeros destellos plateados a la tortuosa luz de los focos.
Castiel frunció ligeramente el ceño, consternado.
—No, no lo eres.
No había más ángeles.
—Sí, sí lo soy —contestó firme.
—No, no lo eres —repitió.
—¡Sí lo soy! —exclamó la niña. Se llevó las manos y la varita a la cadera y le lanzó la mirada más furibunda que a sus quizás siete años podía lograr—. ¡Hoy es mi cumpleaños, así que si digo que soy un ángel, soy un ángel!
Castiel se quedó perplejo. Un murmullo de incomprensión escapó de sus labios. “¿Cumpleaños?” Por alguna razón, estaba empezando a molestarle no entender la situación.
La niña lo miró de arriba abajo atentamente, principalmente su expresión casi neutra. Excepto por las cejas. Las cejas del hombre se habían contraído hasta casi tocarse y ocultar así el color celeste como el firmamento de sus ojos.
—¿No sabes lo que es un cumpleaños? —cuestionó la niña, sorprendida.
Castiel asintió, serio.
—Una fecha seleccionada del calendario grecorromano que los humanos tienen en cuenta para mesurar su vida en la Tierra. —Por ello mismo, no comprendía la importancia de dicha fecha. ¿Acaso ese día en especial concedía poderes de los que él no era consciente?
—¡No! —chilló la niña, escandalizada—. ¡Un cumpleaños es el día donde te regalan muchos juguetes y te miman y te dan de comer cosas ricas y se hacen muchos juegos! ¡Donde el que cumple recibe todo lo que le gusta!
Por alguna razón, Castiel se sintió ligeramente decepcionado. Los sabios podrían existir en diferentes formas y géneros, pero el conocimiento que poseían no siempre era valioso.
—¿No es superficial? —le preguntó a la niña, quien lo miraba confundida. Un anhelo estaba oculto en lo profundo de su ser tratando de escabullirse entre sus palabras. Tal vez ahora que su alma se había tintado con oscuridad, deseaba volverse la manzana que le otorgue conocimiento y le robe la ingenuidad a la niña o tal vez…
—¿Eh? Mira, ahora mi mamá me está comprando un pastel enooorme con muchas frambuesas y chocolate. Le va a poner siete velitas y las va a prender para que yo las sople en mi fiesta. —Castiel continuó escuchándola atentamente, aunque sin comprender aún su mensaje—. Porque ella me quiere y todos los que me quieren hacen una gran fiesta porque están contentos de que Dios me haya traído al mundo…
La niña hablaba y hablaba con voz cantarina mientras danzaba sobre su propio cuerpo con la varita en alto. La emoción escapaba de cada poro de su ser y con cada aliento su sonrisa crecía. Y así estuvo hasta que su mamá la llamó, preocupada, y la niña se fue corriendo entre saltitos; abandonándolo entre pensamientos novedosos, emociones progresivas y snacks de queso.
…o tal vez simplemente quería todo lo que niña había dicho.

~*~

Le fue difícil. Más que difícil, incluso. La vergüenza lo flaqueó cuando, bolsas de snacks temblando en una mano y la billetera que había encontrado en la otra, marcó desde el teléfono público el único número que por alguna razón sabía de memoria. La voz demandante de Dean atendió demasiado rápido y Castiel, al instante, notó que no tenía su armadura preparada para los puñetazos y las patadas verbales.
—¿Una fiesta de cumpleaños? ¿En serio, Cass?
La incredulidad estaba alineada con el rechazo y juntas significaron un duro golpe. Con una última veta de esperanza, le dijo dónde se encontraba y dónde los esperaría esa tarde. El sonido de la llamada finalizada fue su única respuesta.

~*~

El anochecer estaba iniciando y por un momento dudó si era el quinto o el sexto. La vela se había consumido en una esquina del pastel y entonces pensó que no había sido buena idea prenderla temprano. Porque ya hacía rato que había abrazado la realidad: su idea de festejar su cumpleaños había sido muy mala. No solo la asistencia era nula sino que además, si era sincero, ni siquiera recordaba exactamente cuándo nació.
Por algún motivo del que era ignorante, sus ojos escocían.
El conocido rugido de un auto tronó en los alrededores del parque y Castiel temió por un segundo estar dándose a sí mismo falsas esperanzas. Sin embargo, él conocía el ruido del Impala, principalmente el chasquido que hacían sus puertas al abrirse.
—Así que… ¿ninguna idea de cómo devolver tu trasero al cielo o de parar a nuestros amiguitos demoníacos? ¿Sólo pensaste en ponerle la cola al burro?
—Dean. —La voz de Dean había sido una explosión de censura, frustración e ira; mientras que la de Sam era más como un llamado de atención.
Castiel pudo sólo imaginar la charla que habrían tenido los dos antes de llegar. Los puños de Dean crispaban y su ceño se mantenía fruncido. Sam, en cambio, se veía débil, abatido por los hechos recientes, más pálido de lo normal.
—Bien —contestó Dean—. No nos quedaremos mucho, nosotros tenemos trabajo serio que hacer. Más te vale que tengas pastel.
Sus palabras apenas lo rasguñaron si tomaba en cuenta el hecho de habían ido. A festejar su cumpleaños. Un calorcito diferente al ardor del dolor se instaló en su pecho y evaporó ligeramente el peso en sus hombros. Con las comisuras de sus labios tirándose hacia arriba, cortó el pastel frente a él.
—Así que, ¿cuánto cumples? ¿Dos mil, tres mil años? —preguntó Dean con la boca llena de pastel. El sarcasmo y la rudeza eran su impronta.
—Más —reveló Castiel y Dean se atragantó de la sorpresa.
Sus ojos se engrandecieron hasta parecer un par canicas verdes, relucientes, y el pastel quedó a medio camino hacia su boca, el relleno balanceándose peligrosamente.
—Hombre… —farfulló Dean. Y esa expresión nunca fue más acertada. Porque ya no era un ángel, ni siquiera en su autoproclamado cumpleaños; porque ya no tenía poderes ni la simpatía de humanos. Ahora él era uno y ni siquiera tenía simpatía por sí mismo. Pero sentía. Sentía como jamás en todo su tiempo inmensurable de existencia había sentido, con una claridad y una fuerza esplendorosa. El dolor y la tristeza parecían rasgar su alma, la vergüenza lo empujaba a querer esconderse y la alegría… la alegría era maravillosa. Lograba que todo se vivificara; que el aire sea más liviano, que el sol sea más cálido y el verde más verde—. Feliz cumpleaños, entonces —Dean añadió y le golpeó ligeramente el hombro antes de seguir comiendo. Sam sonrió, condescendiente, y repitió ligeramente las felicitaciones.
Castiel agradeció. Lo hizo desde lo más profundo de sí, porque realmente lo sentía. Porque el calor era más cálido y el verde era más verde, y él estaba feliz. No hubo ningún “Te quiero” ni “Me alegro de que hayas nacido” ni nada de lo que la niña había dicho. Los Winchester no eran así. Pero estaban ahí, comiendo y bebiendo y hablando con sentidos ocultos e ironía, pero ahí. Con él.

Se supo apreciado; más importante: se sintió apreciado. Entonces, el anochecer no fue tan difícil de afrentar.

domingo, 26 de mayo de 2013

Trece despertares y un sueño

Título: Trece despertares y un sueño
Nota: Participó y -aún no me lo creo- ganó el concurso No-tn del blog Autores de Fanfics.

La primera vez que despiertas, estás desorientado. Lo único que reconoces es dolor, dolor agudo que recorre tu cuerpo y se concentra en tu pecho y en tu sien. Las punzadas se suceden y cada una parece ser un martillazo en tu cerebro más fuerte que el anterior, que lentamente destrozan tu calma. Te remueves un poco como si cada sacudida mitigara el dolor y estás casi seguro de que produces algún tipo de ruido lastimero. Oyes unos pasos y luego más dolor, que asciende por tu brazo, hasta que todo se torna aún más confuso y finalmente te desvaneces.
La segunda vez que despiertas, parpadeas varias veces todavía algo desconcertado. Tras unos instantes, tu realidad te espabila. Entonces no sabes qué es más desesperante: estar en el hospital o recordar nítidamente el porqué. No estás seguro, pero… ¡oh, Dios mío! ¡Tom! ¿Dónde está Tom? Te remueves e intentas llamar al médico, la enfermera, a-quien-sea. Tu voz todavía es precaria y tus gritos suenan rasgados, pero una enfermera viene. Cuando preguntas por Tom, no te hace caso. En cambio, toquetea algo a tu izquierda y te pincha el brazo. Una nueva ola de dolor recorre tus venas y te preguntas si acaso la enfermera quiere entenderte.
La tercera vez que despiertas, ves al médico. Te pregunta cómo te sientes y cuando tú preguntas por Tom, él empieza un discurso sobre tu estado. No te interesa. Insistes y él dice que en cuanto te recuperes, podrás verle. Eso te anima, aunque insistes nuevamente. No te escucha. El médico se marcha y te sientes como si tuvieras diez años otra vez: completamente ignorado.
La cuarta vez que despiertas, estás nuevamente solo y eso te pesa como cinco toneladas Es de madrugada, lágrimas se agolpan en tus ojos y no ves a Tom. Llamas a la enfermera y exiges verlo. No, no puedes; todo es un gran no. Ella se apiada y te cuenta que no se ve tan mal, aunque no despierta. ¿Todavía no despierta? ¿Por qué? ¿Tan mal está Tom? Ella no sabe y tú te frustras. Te recomienda que duermas; no quieres. Tras tus párpados sólo hay faros brillantes y bocinazos.
La quinta vez que despiertas, el desayuno te espera a un lado. Es sólo té y tostadas, pero de alguna forma lo sientes como insulto. Te niegas a consumirlo. Como almuerzo te traen sopa; tú sólo observas tu rostro en la cuchara. Está distorsionado. Ni todo el maquillaje del mundo ayudaría. Cuando también rechazas la merienda, la enfermera intenta amenazarte. Adoptando una actitud infantil, decides hacer huelga de hambre hasta ver a Tom. Ella replica que estás débil. Pides una silla de ruedas.
La sexta vez que despiertas, te esperan con la bendita silla de ruedas. Tienes que agarrar fuertemente el suero mientras te empujan por los infinitos pasillos del hospital. Suben una planta y repentinamente allí estás: frente a Tom. Inconsciente y monitoreado, pero Tom finalmente. Está bastante magullado, pero está allí, contigo. O tú con él, cómo sea. Estiras tu mano y tocas la suya; demonios, qué mal está todo. No te mueves de ahí ni sueltas el agarre.
La séptima vez que despiertas, la enfermera te palmea el hombro. Deberías ir a descansar a tu habitación, pero te niegas. Te preparas para dar pelea, mas ella se hace la tonta y te deja allí, sosteniéndole la mano a Tom.
La octava vez que despiertas, Tom sigue igual. Contigo, lejos de ti.
La novena vez que despiertas, te obligan a asearte y a comer aunque sea puré. Lo haces con la condición de volver a la habitación de Tom. No varió su estado.
La primera vez que sueñas, estás frente al armario y sabes que vas a limpiarlo. Bolsa de desechos en mano, sacas gorras, bandanas y camisetas holgadas; corbatas desteñidas de graduación, lentes oscuros de plástico que compraban en las baratijas cada verano. Mientras más sacas, más inmerso en él te encuentras.
La décima vez que despiertas, estás desesperado. Te aterra hallarle significado al sueño, pero no puedes evitarlo. ¿Acaso te estás desprendiendo de Tom o te estás sintiendo miserable por él? ¿Eres tú quién lo está matando? No, no, ¡no! Lo único veraz es que serías infinitamente desdichado sin él. Aprietas su mano y observas sus pálidas facciones. Nada.
La undécima vez que despiertas, la enfermera viene a avisarte que te has perdido el almuerzo y que debes volver a tu habitación para no perder también la cena. Te niegas. Ella insiste pero te niegas otra vez. Al rato vuelve con el médico. Mientras hablan, sus rostros se ven tan compasivos que te irritan. Que saben que estás preocupado por tu hermano gemelo, pero que debes cuidar de ti mismo y blablá. Tú quieres gritar. ¡¿Qué demonios entienden ellos?! ¡No es sólo porque es tu gemelo! ¡Es más que eso! ¡Es la persona que siempre te acompañó y que creyó en ti hasta cuando tú mismo flaqueabas! ¡O quizás sí! ¡Quizás es porque están unidos desde ese fatídico momento en que el cigoto se dividió! ¡O quizás ni tú mismo lo sabes, pero estás seguro de que ellos no rasguñan siquiera ese conocimiento; esa sensación de necesitarlo hasta el punto que tu alma dependa de su sonrisa! Quieres gritarles, pero apenas tienes fuerzas. Entonces, sin soltar su mano, sacudes la cabeza. Suspiran. Te mandan la sopa a la habitación de Tom. Bebes dos cucharadas.
La doceava vez que despiertas, oyes ruidos de periodistas. Debería enfadarte, pero estás cansado y apenas te molesta.
La última vez que despiertas, Tom está mirándote. Sientes que te hinchas de alegría, que este hostil paradigma desolado se quiebra, que el mundo recupera su esplendor. Y Tom sólo está mirándote, pero eso vale más que toda tu cuenta bancaria. Pero Tom está mirándote y oh, Dios. Ahora mismo te abandonas realmente a alguna religión, a cualquier ser supuestamente superior que te salve del desprecio de tu hermano. Mas… has pasado tanto tiempo sin él que incluso abrazarías su veneno. Entonces piensas en tantear terrero; preguntas cómo se siente. Él te contempla por unos segundos y temes que realmente te odie o, peor, que no haya vuelto completamente en sí. «Como si me hubiese tackleado un camión», bromea y sonríe. Tom bromea y hasta su retorcido humor obtiene gracia y Tom sonríe y eso se vuelve el calmante más efectivo del mundo.
Relajado, escuchas cómo Tom te halaga criticándote; que eres tan terco como una mula y tan leal como un perro; que esas son tus mejores virtudes, animal. Y tú le replicas, finalmente sintiendo que todo está bien, y agotan el tiempo, inconscientemente concientes de que ni la noche eterna los separará.

viernes, 5 de abril de 2013

Sudoku


Título: Sudoku
Nota: Para el concurso 'Georg Xprés' del blog Autores de fanfics.

Miró la hoja con concentración. Uno no lo encontraba correcto; podría ser tres o cuatro. O nueve. Golpeó la tapa de la lapicera contra la mesa. Decidió considerarlo. Pasó al siguiente renglón. Pensó por un rato y suspiró, casi con resignación. Miró nuevamente la hoja casi en blanco. El resultado tenía que ser único, pero ¡cómo le gustaría que fuese más fácil! Ni los números ni las opciones eran claras en su cabeza.
Deseó simplemente entrar en alguna chocolatería y comprar una caja con nueve chocolates perfectamente alineados, pero mañana era también Pascuas y, ¡arg!, no debía repetirse. Por otro lado, justamente de la comida Georg no era tan fanático.
Si lo veía por ese lado, podría ser un bajo. Sin embargo, él ya tenía cinco o seis y darle uno sería como regalarle un libro. No porque Georg no leyera, porque él tenía sus tres libros favoritos debajo del juego de seis copas que heredó de su abuela, sino porque era la segunda manera más sencilla de escaparse de ello. Además, lo conocía lo suficiente como para obviar hechos como que siempre olvidaba a Goethe por semanas si su perro se le acercaba con la correa en su boca o que retrasaba sus ensayos y entrenamientos personales sólo para ver series tan inimaginables en él como Grey’s Anatomy.
Bufó suavemente.
En teoría, esto era un cuadrado perfecto con ciertos obstáculos que finalmente llevaban a una resolución indiscutible, mas en la práctica se volvía tan intrínseco que las complicaciones afloraban a cada segundo y las cuatros paredes se volvían una casilla asfixiante a su alrededor. Analizaba sus opciones, una y otra vez, y siempre quedaban en eso: opciones. Cualquiera diría que sería fácil, considerando que lo conocía desde hacía una vida y que lo quería casi desde el inicio de ésta. Sabía detalles inútiles, como que el padre de Georg siempre tenía cinco tomates perita alineados en la puerta de la heladera o como que él detestaba los cabellos en las toallas, sábanas y cepillos, lo que en cierta forma encontraba curioso ya que llevó el pelo largo durante nueve años y que recién tres semanas atrás decidió cortárselo. Pero era tanto lo que sabía que, paradójicamente, no le servía mucho.
¿Tres o cuatro huevos de Pascuas servirían para suplir su indecisión? No, nuevamente no. Podría ser que sólo dos veces en su vida coincidieran Pascuas y su cumpleaños, y aún así obsequiarle hasta ocho kilos de chocolate sería patético.
Gruñó, ahora sí, con extrema frustración. Y quiso romper el papel y tirar la lapicera. Porque no avanzaba, sino que siempre volvía a las mismas casillas.
—¿Qué haces? —preguntó Georg. Estaba parado en la puerta del baño, limpiando el cepillo.
Bien podría espiar las soluciones…
—Pienso.
… pero era trampa. Y le quitaba la emoción de la sorpresa.
Georg rió. —¿Otra vez en qué me vas a regalar mañana? —Dejó el cepillo y se acercó al sillón—. Sabes que simplemente podemos comer algo de conejo con batatas y para mí estaría bien.
—¿Conejo en Pascuas? ¿No te parece un poco macabro?
Georg volvió a reír, mostrando sus dientes blancos y entrecerrando momentáneamente los ojos.
Entonces, siete segundos después vio sus dos pupilas verdes examinando su cara y percibió sus dos manos en su espalda antes de sentir sus dos labios sobre los suyos. Su corazón latió nueve veces en cuatro segundos y no le importó que tan imposible fuera.
Y, oh, mierda, los números seguían sin darle. Eran dos, o uno, en una sola línea horizontal sobre un sillón.
Y supo que más tarde volvería a analizar y maldecir, y que tacharía el cuadrado perfecto y luego se arrepentiría de ello, por lo que entonces intentaría todo de nuevo. Porque jamás lograría concretar un resultado único, comparable sólo a todo lo que Georg le hacía sentir. Sin embargo, algo le tenía que regalar.