viernes, 3 de enero de 2014

Ceros y Unos

Título: Ceros y Unos
Pareja: Torg, Twincest(no-relacionado), Billshido
Género: UA, slightly!angst
Rating: +13
Resumen: Su memoria suponía ser un lienzo en blanco, pero si se revisaba con cuidado, podrían notarse los arañazos.
Nota: Para mi linda Bibi, por el intercambio navideño de ToHoEventos. Y gracias a mi linda maaya22 por aceptarme los caprichos y betear <3 Edit: ¡Y gracias por elegirme ganadora y darme tan bonito banner! (¡Tengo banner! *-*)




—¿Recuerdas algo?
—Solo lo básico. Me llamo Tom, al parecer tengo unos veinte años y soy alemán.
—¿Sabes algún otro idioma?
—Sé inglés, pero…
—¿Estás dañado?
Las cejas de Tom se fruncen ligeramente y sus dedos se crispan. Su cuerpo se está tensando gradualmente y siente que su pecho se asemeja a un globo a punto de estallar. No recuerda haberse sentido así anteriormente y, es más, no entiende su origen. «Es una emoción», piensa y es tan humana como la curiosidad avasalladora que puede leer en los ojos verdes que lo inspeccionan de arriba abajo.
Este es un primer encuentro, así que intenta ser cortés.
—No sé —contesta, y ve que el otro hombre se encoge de hombros. Tom no está seguro de si es porque no le interesa, le quiere restar importancia al asunto o algo más que no puede reconocer. Es una persona completamente extraña, no posee información sobre él y por lo tanto no puede predecir cómo reaccionará.
—Ya lo averiguaré —señala. Su voz suena confiada y relajada y si lo de la primera impresión es cierto, Tom cree haberse hecho una buena idea de su personalidad. Aun así, seguirá aprendiendo. Él sospecha que hay peligros en abstraer a un ser tan complejo como el humano a unos pocos detalles. Podría ser desastroso—. Por cierto, me llamo Georg —añade el hombre con una sonrisa mientras lo continúa mirando de arriba abajo. Nunca le ofrece la mano.


***


El sofá parece cómodo y, por el modo en que Georg se abalanza, lo es. No le dice «siéntate», «acomódate a tu gusto»  o alguna otra frase, mas Tom no lo registra. Simplemente intenta familiarizarse con el entorno, mientras Georg lo contempla y prende el televisor por pura costumbre. Necesita ruido y Tom está siendo sorpresivamente silencioso.
Aunque la situación es novedosa para ambos, Georg considera que es el único que se siente como un niño de ocho años. Curioso y entusiasmado, con ganas de tocar e investigar y, al mismo tiempo, con el tenue pavor de estropearlo. La expresión de Tom, en cambio, se ve tan neutra que hasta parece juzgadora.
—Tienes varios libros —señala mientras contempla la estantería que ocupa una gran porción de la pared. Calcula que casi la mitad, mientras que tres cuartos de la otra mitad están ocupados por el televisor, perfectamente enfrentado al sofá. En la pared yuxtapuesta, hay una computadora y un pequeño mueble, con una botella de licor encima. En sí, concluye, el sitio no es grande; pero pueden caber dos—. No te consideré del tipo lector a primera vista.
—No lo soy —afirma Georg, ligeramente sorprendido. No está seguro si su tono era neutro o contenía una veta de ironía—. La mayoría de esos son de un amigo, me los fue regalando con la esperanza de que deje de ser un «inculto». Sus palabras —remarca y se echa reír por unos segundos. Su sonrisa es grande e ilumina sus ojos verdes. Tom no halla la gracia.
En cuanto se apacigua, los ojos de Georg se nublan un poco. Pero no dura mucho, a los segundos se estira sobre el sofá y anuncia que tiene hambre, que se pedirá una pizza.
—¿Una para ti solo?
Georg ahora sí está seguro de que eso contuvo mofa.
—Yep. Los humanos normales necesitamos comer. Y teniendo en cuenta que anoche se me quemó la salsa y se pegó el arroz…
A Tom le lleva un segundo rellenar el blanco y considerar el tono de su voz.
—Si quieres cocino —ofrece. Las cejas de Georg se alzan inmediatamente.
—¿Sabes hacerlo? —cuestiona interesado. No teme sonar maleducado, tampoco le importa.
—Creo que sí.
—Eso es más que suficiente. Allá está la cocina —dice y señala la dirección. Luego lo sigue y se sienta en una baqueta para observarlo. Poder verlo desenvolverse en un ambiente hostil para él como es la cocina, revisando gabinetes y sacando verduras de la heladera, hace que su entusiasmo roce la fascinación. En realidad, Tom es un caso único en el mundo y es suyo— Tú… ¿quieres aceite o algo?
Tom niega. Solo quiere que su relación inicie de buena manera. Mira un recetario que encontró en uno de los cajones y dice «calabaza, quizás».


***


El sol demora más tiempo ­del que hubiese imaginado en presentarse con sus primeros rayos rojizos. A través de la ventana puede ver cada espectáculo que ofrece el firmamento. Lo ha hecho toda la noche. La luna brilló impoluta, sin embargo tardó en hallarla en aquel manto infinito de estrellas. Por primera vez, a través de un vidrio, pudo ver cómo la galaxia se desplegaba ante sus ojos, ostentando de forma silenciosa su inmensidad. Está seguro de no haber sido el primero en notarlo, no obstante también duda de que varios humanos, Georg incluido quizás, le hayan prestado atención.
Cuando el sol se alza omnipresente, el cielo se esclarece y las estrellas se apagan; las golondrinas empiezan a cantar. Sus trinos se vuelven una melodía preciosa y Tom no puede hacer más que escuchar con atención. Por momentos, el cantar le trae de vuelta esa sensación punzante antes de desvanecerse con el siguiente gorjeo. Supone que debería realizarse una revisión, mas deja la idea para luego cuando oye los pasos pesados de Georg en el pasillo.
—¿Has dormido bien? —pregunta con voz raposa y ojos somnolientos.
Tom niega con la cabeza.
—No lo necesito.
—Ah, cierto —farfulla Georg y aleja el desconcierto entre parpadeos—. Entonces, ¿qué hiciste toda la noche?
Mira a su alrededor antes de señalar la ventana. Sobre el mueble vislumbra un pequeño grano de sal, blanco y reluciente como una luna minúscula.
—Probé la sal.
—¿Y? —Georg ya no suena tan adormilado, mas bien expectante.
No posee la necesidad de no ser honesto, así que no le da vuelta.
—No tiene gusto.
Entonces Georg se echa a reír. Se ríe fuerte y claro hasta que debe apoyarse en el sofá para estabilizarse. Tom nuevamente no le encuentra la gracia. Un pensamiento veloz, que bien alguien más podría haber confundido con el miedo, lo atraviesa: podría jamás encontrarla.
—Ya entiendo por qué eres bueno cocinando pero pésimo condimentando —contesta socarrón. A Tom se le viene a la mente la escena de la noche anterior, con Georg repitiendo incesantemente «insípido» mientras se llevaba puré de calabaza a la boca—. Me iré a bañar para ir a trabajar; espero que seas mejor con el desayuno que con la cena —comenta. Tom solo se lo queda mirando—. Simplemente pon cereal en un bol y tírale leche. Nada difícil. ¡Y esta noche mejor hazte amigo del televisor! —añade con otra sonrisa socarrona mientras se dirige hacia el baño.
Tom se queda nuevamente solo, con el silencio ganándole terreno al trino de las aves. Y la sensación punzante sigue latente.


***


El camino es corto y ambos lo hacen a pie. Lübeck es una ciudad pequeña pero pintoresca, con siete torres imponentes que atraen la atención y parecen dar la bienvenida. Georg se desempeña escuetamente como guía y le señala algunos edificios y realiza pequeños comentarios. «Aquel fue incendiado por los nazis y lo reconstruyeron de a poco, pero algunos dicen que jamás volvió a ser igual de hermoso. Y si doblamos en aquella calle, llegamos a la casa donde filmaron Nosferatou.» Sin embargo, Tom solo ve las torres altas, paredes de ladrillo descubierto y arcadas simétricas. Y árboles relucientes, cuyas ramas rasguñan las ventanas y flores esplendorosas en macetas.
A su izquierda se abre el mar, brillante, franjeado por metros de arena blanca y sillones playeros desocupados. Es temprano y Georg tiembla sutilmente cuando el viento fresco los golpea. Bajan las escaleras y se dirigen hacia una caseta grande, casi al inicio de la playa. Georg le explica que es el dueño de la concesión del kiosco mientras abre la puerta. Aunque el barrio de Trevemünde es amplio y está abarrotado de tiendas y cafés, el kiosco playero de Georg es el único en la zona, a excepción del que está colindando con el puerto. Y si bien comenta que ya cumple tres años allí, su voz suena tan inexpresiva como la de Tom cuando pregunta si necesita ayuda. De hecho, Tom cree ver más emoción en su rostro cuando le pasa la escoba.
Mientras Tom limpia, Georg acomoda y pronto los dos están sentados al sol.
 —Por un momento creí que empezarías a brillar al sol —dice Georg y por la sonrisa burlona, Tom adivina que no fue un simple comentario. Georg suspira, ya un poco cansado de su escasez de humor—. Debido a que estás hecho de… bueno, no sé exactamente de qué estás hecho aún. Supongo que de alguna aleación de acero, principalmente para tu exoesqueleto… —murmura mientras se voltea hacia el sol. Farfulla nombres de otros posibles materiales pero Tom no consigue determinar cuales.
Georg parece genuinamente interesado, mas Tom no puede ayudarlo. No sabe de qué está hecho o por qué lo hicieron; es más, ni siquiera sabe por qué está ahí.
—¿Por qué me compraste?
Georg se vuelve con rapidez, sorprendido.
—Eres mi regalo de Navidad —responde con calma. Y guiña el ojo derecho.
—Estamos en septiembre —señala Tom.
—Detalles —dice vagamente y arruga la nariz.
—¿Por qué? —insiste.
—Por la mera idea de tu existencia. Eras un rumor y cuando el rumor se puso en venta, tuve que comprarte. Quiero saber cómo estás compuesto, cómo funcionas, cómo te desempeñas, cómo fallas… estudiarte, vamos.
Tom piensa en la noción que tiene de capricho. También piensa en sus funcionalidades, en cómo debe desempeñarse.
Se acerca a Georg y lo arrincona. Al sol, nota Georg, sus ojos marrones se vuelven de un almendra claro con miles de puntitos de luz, pero su cuerpo sigue inevitablemente frío.
—¿Entonces no fue por mis servicios? —pregunta Tom con voz grave y deliberadamente baja. Georg se levanta y se sacude la ropa, deshaciéndose de su incomodidad junto con la arena.
—La mano de obra gratis tampoco sonaba mal —ríe y le hace un gesto para que lo siga hacia dentro del kiosco.
Segundos después, Tom entra. Sabe que lo han rechazado, pero no siente nada. Ni desilusión, ni dolor, ni tristeza, ni rabia ni motivación. Ni siquiera supone estar decepcionado consigo mismo. Solo piensa que es cuestión de tiempo para que Georg deje a un lado el trapo con el que limpia la caja registradora y lo reclame como novio.
Sin embargo, a medida que pasan las horas, Georg solo le dirige la palabra para ordenarle que le alcance los batidos a los clientes.
—¿Y si no hubiese sido real? —cuestiona hacia el final de la tarde, cuando la playa se vacía y el mar se vuelve más ruidoso.
Georg se encoge de hombros.
—No lo pensé mucho. Me arriesgué simplemente. Bien podrían haberme estafado… —murmura y frunce ligeramente el ceño.
Para Tom, esa es la mayor diferencia. Más allá de sus esqueletos y articulaciones, sistemas y membranas, es el impulso. Los humanos son impulsivos. Actúan con precipitación, movidos por las emociones. La espontaneidad de Tom, en cambio, es calculada.
Él puede parecer humano, puede pensar y hablar como uno, y hasta puede simular que respira. Pero, ¿podría ser más humano? ¿Podría aprender cómo? Se realiza a sí mismo una revisión y concluye que lo más humano que posee es el deseo de recoger datos y aumentar su conocimiento. Saberlo todo. Lo asocia a la denominada curiosidad.


***


A la noche decide hacerle caso a las palabras de Georg y se sienta frente al televisor. Georg se sienta un rato, pero continúa repitiendo «picante, picante» desde la cena y apenas termina su segundo vaso de leche, se va a dormir. Tom se queda a solas con el grupo de personas, gritonas y risueñas, de dos dimensiones.
Planea estudiarlos toda la noche y recabar datos de cómo se desenvuelven en distintas situaciones.
Para el final de la noche, su cabeza intenta procesarlo todo mientras la sensación punzante se manifiesta nuevamente. De momento, su única conclusión es que los humanos son más complicados de lo que esperaba. Y egoístas.


***


Es incapaz de percibir el frío o el dolor, pero eso no evita que sepa que los dedos de Georg están apartando su pelo trenzado y acariciando el inicio de su nuca. Han terminado rápido de limpiar y la clientela es cada vez más escasa, así que Georg se toma su tiempo para investigarlo. La mayoría de las veces se muestra emocionado o impresionado, otras simplemente curioso o ligeramente indiferente. Desde la madrugada, sin embargo, cuando se levantó para ir al baño y lo descubrió recargándose, se comporta como un niño. O eso mismo sugiere Georg, porque Tom no sabe cómo se comportan los niños, siendo la programación nocturna de la televisión dominada por adultos y adolescentes.
En su momento, Georg le había señalado el enchufe con un «sírvete tú mismo». Él le explicó que solo necesitaba recargarse dos veces al mes y Georg se mostró decepcionado, así que, en cambio,  husmeó por el transformador que lo conectaba a la corriente.
—Así que aquí tienes la entrada principal… —comenta—. Claro, si se guiaron por la anatomía humana, el procesador debe estar en tu cabeza. Y la placa madre también. O quizás esté en tu pecho… —murmura mientras no para de acariciar su nuca—. Una entrada de USB… ¿puedes reproducir música?
Tom lo mira con su expresión casi neutra, extrañada. Georg suspira y niega con la cabeza, desechando el tema.
—Al principio creía que tu batería sería de polímero de litio, pero… Venga, ¿de qué estás hecho?
—No lo sé.
—¿No lo sabes o no lo recuerdas?
No le contesta inmediatamente. No está seguro de cuál es la respuesta. Recordar algo que no sabe sería imposible, pero saber algo y no recordarlo también. Su memoria es excelente, puede captar y almacenar detalles, como cuantas veces respira Georg durante  un minuto, de un modo que los seres vivos jamás podrían realizar.
—No lo sé.
Georg suspira, empezando a exasperarse.
—No lo recuerdas —sentencia—. Mira, ¿cuánto sabes de computadoras?
—Lo mismo que tú de cocina.
Georg se queda estático por un momento. Es raro que Tom le conteste así. Sin dudas, podría estar en su programación, aquella que desconoce, pero a veces le parece vislumbrar cierta molestia en él. Suspira. Eso es prácticamente imposible.
—Mira, te lo explico de manera sencilla —dice y se acomoda frente a él. Utiliza un tono lento, casi dulce, que contrasta con sus palabras—. Tú estás usado. No puedes negarlo, lo sé, lo vi. Tienes marcas desde que llegaste y no son del viaje. Tienes en tu oreja, en tu mano y en tu espalda. Estás usado, pero te formatearon. Formatear una computadora es como lavarle el cerebro a una persona, tratar de borrarle toda la información, los recuerdos. Pero no se borran del todo. Dentro de ti tienes millones de millones de casillas pequeñísimas. En cada una cabe un bit, un número. Tú todo lo percibes en ceros y unos; y toda información que recoges va llenando cuantas casillas necesite, según el tamaño, la cantidad de bits que contenga. Cuando te formatean, se cierran esas casillas, bloquean tu ingreso a ellas.  No puede borrarse por completo; recién cuando todas tus casillas están llenas, empiezan a sobrescribirse las bloqueadas. ¿Me entiendes pequeñín?
Tom asiente secamente. No le es difícil comprenderlo, mas se tensa ligeramente al pensar que hay algo que no recuerda. La sensación que debe parecerse al descontento se extiende por su sistema.
—Podría pedirle a Gustav que me recomiende un programa… —murmura Georg por lo bajo, mientras juega distraídamente con una trenza de Tom.
—¿Quién es Gustav?
—¿Eh? ¿Gustav? Un amigo. Estudiaba conmigo en la facultad. El hombre es un hacker, un genio de las computadoras; las maneja a su antojo. Aprobó los primeros años casi sin estudiar y creo que ahora trabaja para el gobierno —comenta—. Él debe saber de varios buenos programas para recuperar lo bloqueado.


***


La información que obtiene de la televisión es confusa y contradictoria. Pero los humanos en sí lo son. Georg se queja a veces de su trabajo, del mar y de Lübeck en sí —es aburrido, frío, pequeño y ostentoso—, pero se lamenta cuando la temporada de vacaciones acaba y se niega a mudarse.
No obstante, la televisión es acelerada y estruendosa, mientras que Georg tiende a la calma. Se mueve a veces de manera casi perezosa y los decibeles de su voz no son altos. Se ríe mucho sin ser escandaloso y grita poco.
Se ha acostumbrado a la calma de Georg.
Decide dejar a la televisión de lado y busca otra fuente de información humana. Contempla la gran estantería repleta de libros desde lejos. Hay de todos los tamaños y grosores, y, según los títulos, algunos son de computación. Sin embargo hay uno que le llama la atención: tiene el lomo desgastado y ligeramente roto en una de las puntas. Lo toma y lo abre con cuidado. En sus páginas amarillentas encuentra palabras con tinta corrida debajo del título.
«Gracias por aceptar ir conmigo hasta Helsinki, inculto.
Eres un gran amigo.
Fabri
»
Sin detenerse hasta el amanecer, empieza a leer la historia de Dorian Gray.


***


Es mediados de octubre cuando llega el correo y es Tom quien lo recibe. Apenas la temporada de verano acabó, Georg se atareó de otro tipo de trabajo. Le llevó a Tom unas horas descubrir que es analista de sistemas y que se entretiene buscando errores, mas se toma su trabajo muy en serio y, aunque lo hace con calma, puede pasarse catorce horas sin levantarse de su lugar frente a la computadora, a menos que él le lleve comida. Mientras tanto, Tom ha aprendido a calcular los condimentos y Georg ya no se queja. El resto del tiempo lo aprovecha para limpiar y recabar más información.
Ha aprendido que los humanos le dan excesiva importancia a algo tan abstracto como el amor. Y que intentan materializarlo de variadas maneras. Él mismo, en su configuración base, está diseñado para ese fin. Sin embargo, cuando se acerca a Georg y acaricia su hombro, éste solo se ríe y le pide masajes, luego lo echa. Y Tom se cuestiona qué está haciendo mal.
Georg solo trabaja y a duras penas aparta la mirada cuando Tom le alcanza el paquete. Es liviano y su remitente dice «G. Schaffer».
—Genial —murmura mientras rasga el papel. Dentro, envuelto cuidadosamente, hay un pendrive—. Me pregunto qué tan secreto será que ni siquiera quiso decirme su nombre por Internet… —suspira y deja el pendrive a un lado. Encuentra la mirada expectante de Tom y sonríe—. Si no tuviera que entregar este informe tan pronto… en cuanto termine, veré qué tienes ahí dentro —promete con un guiño antes de volverse nuevamente hacia la pantalla.
No obstante, Georg queda atascado y por días Tom lo escucha maldecir por lo bajo y revisar todo una y otra vez ininterrumpidamente. La amenaza de recuperar memorias olvidadas descansa a un lado.


***


Georg se ha quedado toda la noche en vela trabajando y los sorprende la mañana y la lluvia repiqueteando en la ventana. Tom está haciéndole compañía, parado junto al vidrio. No es la primera vez que ve llover, pero siempre le llama la atención. El cielo gris, el agua creando una trama en el vidrio, el verde apagado y el mar a lo lejos que se nota metálico y algo furioso.
Ha abandonado el libro en cuánto oyó la primera gota. De todas formas, las metáforas son complicadas y las analogías algo rebuscadas. A veces se pregunta si todos los productos hechos por el humano son así, si todos poseen más de un significado. La naturaleza, en cambio, es simple. No responde a emociones y es igual de bella.
Oye un ruido a lo lejos, un tronar diferente al de los truenos, y vislumbra un barco.
—¿A dónde va? —cuestiona Tom, sin volverse.
Georg interrumpe un bostezo.
—¿El qué? ¿El ferry? A Helsinki, creo —responde y se acerca para mirar con mayor detenimiento. Después de un instante, tensa la mandíbula y sus puños se cierran—. No puedo creer que hagan el viaje igual con este tiempo —farfulla con rabia y se vuelve. Está a punto de marcharse cuando Tom lo detiene.
—¿Es lindo Helsinki?
—No sé. Nunca llegué.
Y se marcha.
Tom escucha la puerta de la habitación y supone que en pocos minutos Georg se quedará dormido. Su tono era sibilante, marcado más al parecer por la furia que por el cansancio. Se pregunta si Georg estaba molesto y por qué. Se pregunta si Helsinki es bonito. Se pregunta si alguna vez irá Helsinki. Se pregunta si alguna vez fue y simplemente no lo recuerda.
Desvía su mirada hacia el pendrive, a un lado del monitor. No lo considera mucho, Georg lo obligará a recordar eventualmente. Se aparta las trenzas de su nuca y conecta el USB. No debe esperar mucho, el programa empieza a correr e inmediatamente ceros y unos se desbloquean.
01000010 01101001 01101100 01101100


***


—No te has equivocado —confiesa Tom, dos días después. Georg levanta su mirada del plato de estofado y lo mira extrañado. Aun así, sigue comiendo, porque las habilidades culinarias de Tom han mejorado mucho y el estofado es una buena forma de combatir el frío de fines de octubre.
—No lo dudo, pero ¿sobre qué?
—Sobre mis baterías. Son de polímero de litio. —No se detiene a esperar que Georg rebusque en su memoria y relacione sus palabras. No se da cuenta de que debería hacerlo—. Tengo cinco en todo el cuerpo, una en la cabeza, dos en el pecho y dos en las caderas, para que el desgaste sea lento. En realidad, la carga dura veinte días en óptimas condiciones, pero no debo dejar que se vacíen, así que estoy programado para automáticamente cargarme cada quince días, ya que si se vacían más de tres veces, quedo inutilizado.
Georg se queda perplejo por unos segundos. Está cansado y que Tom le largue tanta información de repente sobre él mismo, cuando le había dicho que no lo sabía, lo confunde.
—¡Usaste el programa de Gustav! ¡Sin mi consentimiento! —reacciona instantes más tarde y Tom no puede dilucidar si está molesto o emocionado—. ¿Y qué más recuerdas?
—No mucho; no lo usé por mucho tiempo. —Georg asiente y Tom supone que lo insta a continuar hablando; ha visto a muchos en la televisión haciéndolo—. Hace tres años que dejaron de diagramarme y empezaron a crearme, pero recién en febrero del año pasado comencé a funcionar. En julio decidieron que, aunque podría tener mejoras, funcionaba correctamente. En agosto el grupo se separó; compartieron mis planes pero, como prototipo, me quedé con el líder grupal.
—¿Quién era?
—No recuerdo sus nombres, solo como se llamaban entre sí. Bill. Y luego estaban Bushido y Sido. Y a veces consultaban a David.
Georg lo queda mirando impaciente, expectante. No solo está interesado, está extasiado con la nueva información y sus ojos verdes brillan. Quiere saber más. No es exactamente como la curiosidad de Tom, pero supone que se parecen. Ambos quieren saciarla.
«Y Bill y Bushido eran novios.» Sin embargo, no cree que esos datos sean relevantes, así que niega con la cabeza.


***


Noviembre trae consigo cambios en el humor de Georg, a veces radicales. Por momentos se vuelve irascible, pero la mayor parte del tiempo posee una mirada triste y acongojada. Es rara la ocasión en que una sonrisa se adueña de su expresión y Tom entonces lo observa con atención porque no se mantiene por mucho tiempo. Hay días en que se muestra interesado por la memoria de Tom y otros en que su mera existencia le es indiferente. Es casi como si la emoción por él se estuviese desvaneciendo. Despotrica con mayor facilidad contra Lübeck y el clima, y se atora con trabajo, que lo pone nervioso. Ya no parece perezoso, aun cuando está tranquilo.
Por otro lado, tras maratones de programas infantiles y telenovelas, Tom considera que su comprensión de los humanos ha mejorado y decide darle otra oportunidad a leer. Cuando Georg no le presta atención, relee algún libro. No obstante, suele interrumpirse a sí mismo con recuerdos e información que no es capaz de categorizar. Edificios altos, sábanas blancas, lágrimas negras.


***


Basil declara su adoración por la belleza de Dorian Gray y Georg está enfadado. Le quita de forma brusca el libro y le lanza el pendrive.
—Déjalo funcionar toda la noche —le dice y se retira a su habitación con el libro bajo el brazo.
No le importa mucho, ya lo ha leído. Le ha mostrado que hay humanos extremadamente egoístas, maliciosos y vanidosos. Que ellos mismos se reconocen como perversos según los estándares de la sociedad, mas no buscan remediarlo. Que solo buscan la belleza y el placer propio. Que desprecian y se deshacen de lo que no les interesa.
Se pregunta si todos serán así. O cuántos los serán al menos. Georg no parece serlo. A pesar de que cada vez demuestra menos interés por él, aún no lo deprecia. Además, parece más interesado en sus posibles fallos que en sus virtudes.
Reconoce que por el momento pensar en eso no lo llevará a ningún lado, así que, en cambio, se permite considerar posibilidades de lo que desbloqueará. Características del laboratorio donde le hacían las pruebas, Bill y Bushido besándose frente a él, conversaciones con alguien. O quizás todo lo anterior, considera antes de colocarse el USB.
Cuando Georg le golpea el hombro y le retira el pendrive, Tom está estático.
—¿Y bien? —cuestiona Georg. El sol está lo suficientemente alto como para ingresar a raudales a través de la ventana e iluminar las partículas de polvo flotando tras Georg. Éste se muestra nuevamente curioso e impaciente, terriblemente impaciente, con una taza de café humeante en una mano y un plato de tostadas en la otra. Pero Tom no le presta atención; su mente está buscando la mejor manera de procesar, seleccionar y clasificar datos y de simplificarlos en palabras.
—Fui novio de Bill. De hecho, Bill y Bushido rompieron porque Bill pasaba demasiado tiempo pendiente de mí. Fue entonces cuando el grupo se disoció. Como líder, Bill se quedó conmigo. Me nombró Tom por un perro que había muerto hacía unos años y quería mucho. Que había sido su mejor amigo y su más fiel compañero, según me contaba.
—¿Algo más?
—Fue gentil conmigo, siempre. Estaba emocionado de mi eficiencia. —Tom se queda un momento en silencio, reconsiderando sus recuerdos—. Me creó a su imagen y semejanza. Es decir, mi rostro y mi cuerpo, mi apariencia externa es igual a la suya. Incluso una vez dijo que era como Dios, aunque estoy casi cien por ciento seguro de que fue una broma.
Georg estalla en pequeñas carcajadas socarronas, casi sardónicas.
—Qué narcisista —apunta y ríe.
Tom no recuperó datos que lo nieguen.


***


Los cambios de humor de Georg se agravan a medida que noviembre avanza y parecen no terminar. Cada vez hay menos rastros de su sonrisa perezosa y su mirada serena. Tom se encuentra a sí mismo añorando a ese Georg con chistes a los que no les halla gracia, tan diferente del que camina a su lado con labios fruncidos. Las calles de Lübeck se vuelven caminos interminables de hojas secas e ir los dos al supermercado es lo más parecido a salir a pasear. Sin embargo, Georg no habla, solo patea las hojas y parece más interesado en comprar café y vino que pan.
Recién cuando la cajera les desea buenos días parece ablandarse y ser cortés.
—¿Usaste el programa anoche? —pregunta mientras le pasa las bolsas con las compras.
—Sí.
—¿Qué recordaste?
El viento frío del norte les golpea en el rostro y Georg sisea. Parece que será otro día de lluvia.
—El departamento de Bill. Estaba en un último piso y desde su ventana se veía todo el Este de Berlín. —Él pasaba mucho tiempo allí. Mirando, registrando cada uno de los detalles de cada edificio, mientras Bill tarareaba en la ducha. Berlín era tan diferente de Lübeck, mucho más concreto que árboles—. No era muy grande y estaba cerca de las fábricas abandonadas, donde se congregaban los artistas callejeros. A Bill le gustaba el arte. Dijo que yo era su «David» —cuenta y contempla a Georg, quien asiente nuevamente. Se ve tan diferente al humano que conoció meses atrás. Y es casi lo opuesto al Bill de sus recuerdos, que lo acariciaba suavemente y lo miraba con ojos cálidos y orgullosos—. Y los datos del tiempo desde el cinco de agosto hasta el trece de diciembre.
Georg bufa y se adelanta para abrir la puerta.
—Que datos más inútiles.
Y mantiene su humor hasta que Tom le acerca un plato abundante de pasta. Come en silencio y le lanza pequeñas miradas a Tom. Entre bocado y bocado balbucea algo que podría ser «¿Qué tipo de hombre es ese Bill?», pero parece más un pensamiento en voz alta y Tom tampoco está seguro de que sus receptores auditivos hayan captado correctamente sus palabras.
Sin embargo, recién a fines de la tarde es cuando se dirige plenamente hacia él.
Deja el trabajo a un lado y se sienta junto a Tom en el sofá. A medida que se acerca Georg puede ver con mayor claridad los puntos de luces que conforman sus pupilas. Es rápido y rudo. Pone una mano en su nuca y lo atrae hacia su rostro. Sus dedos perciben la ranura de la entrada USB y sus labios arremeten contra los finos de Tom. El sistema de éste se pone en alerta ante la acción tan repentina. Le toma un segundo de más rebuscar en su memoria alguna indicación de qué debe hacer. Aunque el fugaz recuerdo de Bill tirando de su pelo y lamiendo sus labios le concede datos, Georg ha proseguido sin esperar y muerde su labio inferior. En cuestión de segundos, percibe la intromisión la lengua en su cavidad bucal.
Es un beso. Es algo de lo que tanto había leído y visto en la televisión. Es para lo que está creado. Es lo que recuerda a bits que Bill le ha dado y es lo que los humanos tanto añoran.
Y se siente bien.
De alguna manera reconoce que es estupendo y no le gusta que Georg se aparte.
—Qué curioso —comenta—; eres metal y silicona, pero no sabes como tales. —Tom se acerca; quiere volver a intentarlo, quiere recaudar más información, ya sea sobre el calor de Georg o cuánto tiempo pueden estar unidos, quiere descubrir si realmente puede sentirlo—. Tranquilo, Romeo. Esto fue solo un experimento —explica y golpea su rodilla antes de irse.
Tom lo mira regresar a la computadora y sus extremidades repentinamente le parecen pesadas. Realmente no sabe qué le sucede. ¿Acaso esto es lo que se siente estar alicaído? ¿Triste? ¿Porque no pudo volver a besarlo? No cree; hace tiempo que ha notado que Georg no lo quiere como un novio, aunque tampoco sabe para qué lo tiene. ¿O será porque le han negado conocer al cien por ciento las sensaciones que produce? ¿Puede hacerlo, aproximarse al ser humano? ¿Con Bill lo logró?
Oye el ruido del teclado y, al fijarse en Georg, nota que tiene las comisuras ligeramente alzadas. Es su estado más animoso en días. Tom se cuestiona si fue él quien lo logró. También si puede volver a provocarlo.


***


Usa el pendrive con mayor asiduidad. Todas las noches y a veces durante el día también.
Hubo muchos momentos, muchos datos. Detalles de Bill como el lunar bajo los labios, nombres de marcas de maquillaje que usaba todos los días, la cantidad de tatuajes que se expandían por su cuerpo, la arruga en su ceño cada vez que se concentraba. Hubo muchas noches en la cama, mucho humo de cigarrillo flotando en la oscuridad, muchas charlas y explicaciones sobre el amor y los sentimientos, muchas promesas de conocer todo el mundo juntos.
«Cuando sonreímos utilizamos al menos trece músculos. Estos de aquí son los Cigomáticos mayores, estos los Elevadores del labio inferior y esos los Depresores del inferior… Este si no me equivoco es el Risorio. Puedes sonreír a voluntad, pero cuando estás realmente enamorado, esos trece los mueves de forma espontánea.»
Hubo muchas modificaciones. De carácter, gusto y ropa. «Debes ser más sarcástico y bromista. Tenaz. Nunca debes ser lento y suprimir tus respuestas.» «Deja el rock. Dirás que te gusta el hip-hop. Y adorarás las películas de acción.» «Ropa holgada, necesitas ropa holgada. ¿Y si te haces unas trenzas?»
Hubo muchos susurros en el oído con voz ronca y pequeños mordiscones.
«Sabes que te amo, ¿no, Tom?»
—Y aun así, lo único que hiciste fue modificarme.


***


Sabe que hay viento porque las ramas se mecen y las hojas caen y el abrigo que usa, aunque no lo necesita, se le pega al cuerpo. El sol brilla en un firmamento claro y celeste; él confía en que los últimos días de noviembre sean agradables.
Abre la puerta de ingreso y lo primero que lo toma desprevenido es que Georg no está en la computadora, trabajando. Aunque sería anormal, se fija si no se ha quedado dormido. Pero Georg es responsable y desde que noviembre inició, no parece querer siquiera dejar de pensar en el trabajo. Recién cuando regresa de la habitación oye un portazo en la entrada principal.
—Tú —dice Georg con el rostro enrojecido y respiración pesada—. ¡Desapareciste! ¡Sin que yo sepa, mientras dormía! ¡Hasta pensé que te habían robado! Me desperté y ¡estaba solo!
Tom niega con la cabeza, como si pudiera tranquilizarlo así.
—Fui a comprar algo.
Georg frunce aún más el ceño y sus fosas nasales se dilatan cuando intenta respirar.
—¿Qué?
—Sal conmigo esta tarde —contesta Tom, en cambio.
—¿Salir? ¿Acaso te entró un virus o algo? —cuestiona, incrédulo—. Dime qué compraste.
—Lo sabrás si sales conmigo esta tarde.
Georg está furioso, como nunca lo ha visto. Pero también está sorprendido y extrañado, porque Tom le está contestando y, más que eso, está intentando manipularlo. Y es inaudito para él, porque jamás lo habría imaginado desde que lo sacó del embalaje. Aunque lo peor de todo es que lo está logrando. Georg posee una pequeña punzada de curiosidad y eso es lo que lo lleva a gruñir un «bien» escueto y pronunciado antes de sentarse en la computadora.
A las cuatro de la tarde, Tom le alcanza una chaqueta rompevientos que Georg se coloca con cautela antes de salir. Caminan en silencio, tenso y cargado de miradas de reojo. Es un camino conocido, poblado de árboles y olor a salina de mar. No tardan de llegar a la playa, blanca y vacía, con el Báltico azotando tranquilamente contra la costa. Siguen caminando, sin preguntas,  y es cuando se aproximan al puerto que Georg empieza a respirar con pesadez.
—¿Vamos al puerto?
—Sí.
—¿Al ferry? —adivina y su tono de voz empieza a volverse más grave.
—Sí.
—No.
—Vamos a Helsinki —confiesa Tom y le muestra los boletos que llevaba en el bolsillo de la chaqueta.
La mirada de Georg se endurece aún más y su verde natural se asemeja más al metal tintado. Se aparta de Tom y clava los pies en la arena con fuerza, levantando nubes de polvillo a su alrededor.
—¡Dije que no, máquina estúpida! —exclama, la furia resonando por encima del ruido de las olas.
A pesar de que las piernas de Georg no son tan largas como las de Tom, éste lo pierde de vista cuando Georg se marcha caminando con velocidad, con las manos en los bolsillos y despotricando, y se mete en la primera callejuela que encuentra. Él no lo entiende, no lo había premeditado así y jamás había predicho esa reacción; no era una de sus probabilidades.
Mira a su alrededor, al ferry a punto de zarpar en el puerto, y trata de entender qué está mal. Le faltan datos. Parece que siempre le faltan datos.


***


Lo encuentra hora y media después, sentado en el banco de un parque con una botella de whisky medio vacía en la mano. Tiene el rostro entumecido, el cabello moviéndose con el viento y la mirada vidriosa. Contempla todo con dureza, casi odio, y bebe otro sorbo largo.
Cuando se enfoca en Tom, su ceño se frunce aún más.
—Vete —gruñe.
—¿Por qué?
—Porque no quiero verte más.
—¿Por qué? —vuelve a preguntar mientras se acerca. Georg tensa la mandíbula.
—¿Solo vas a decir «por qué»? ¿Tan hecho mierda estás? ¿Tan dañado? —responde y Tom siente nuevamente esa punzada molesta en el pecho y esa necesidad de cerrar los puños. Ya no sabe por qué está allí y por qué debería seguir. Sin embargo, a Georg le parece que no se inmuta, que solo lo sigue mirando con insistencia—. Porque no te soporto más, ¿está bien? Eres un muñeco roto en este maldito lugar. Te odio a ti, a Lübeck, a Helsinki y más que nada al estúpido ferry.
Tom no contesta y Georg ahoga un grito de frustración con un trago largo. Y luego otro más. Pasan los segundos y se establece una calma relativa, tensa, acompañada del silbido del viento.
—Entonces múdate.
—No puedo —sisea—. Y no me preguntes por qué. No quiero oír el puto «por qué» —ordena y lo mira desafiante, mas en seguida aparta la mirada—. Jamás lo entenderías —finaliza en un susurro.
—Pruébame.
Georg bufa, incrédulo y mordaz.
—Quizás en otro momento. —Y bebe.


***


«Otro momento» resulta ser la mañana siguiente. Georg tiene resaca y lo primero que ve es el vaso con las aspirinas que Tom le deja sobre la mesa de luz, al lado del libro de Dorian Gray. Entonces su expresión se ablanda y su labio tiembla. Su respiración se agita y Tom duda si acercarse para tranquilizarlo, ya sea acariciándole el pelo o abrazándolo, como ha visto en las películas.
—¿Es por ese Fabri? —pregunta con precaución.
Tarda unos segundos, pero asiente quedamente. Le duele horrores la cabeza, así que toma una aspirina y se recuesta.
—¿Te abandonó?
—Se podría decir. —Se revuelve en la cama y le lanza una mirada rápida a Tom—. Era mi mejor amigo.
Entonces estira el brazo y agarra el libro con cuidado, acaricia la primera página con la más pura nostalgia adueñándose de sí. Empieza a hablar con susurros casi ininteligibles que Tom debe completar y aire taciturno.
Los padres de Fabri eran de Helsinki y él insistía en viajar a conocer; Georg propuso noviembre, sería barato en temporada baja. Llegaron hasta Lübeck y Fabri se enamoró de la ciudad y le hizo prometer que se mudarían allí; Georg aceptó hasta abrir un bar o kiosco en la playa. Fabri compró los boletos del ferry a Helsinki; Georg insistió en ir igual con la lluvia. Fabri bromeaba con sus mareos, Georg lo empujó en respuesta. Fabri resbaló y el movimiento del barco no ayudó y Fabri cayó y Georg solo pudo mirarlo y…
La voz de Georg se quiebra por completo. Tom oye un ruido gutural que desconoce y descubre que, contra la almohada, Georg llora. Sus lágrimas son escasas, pero son pesadas y su expresión es tan triste y angustiante que hasta Tom se siente mal. Puede reconocer la tristeza, el dolor, la culpabilidad. Cree que lo entiende; quizás no del todo, pero sí la situación: Georg perdió a su mejor amigo y no puede superarlo, está solo y se culpa por ello.
Intenta abrazarlo, porque recuerda que a Bill una vez lo calmó así. Sin embargo, este es Georg y sus lágrimas son tan diferentes a las negras de Bill como sus personalidades. Georg lo aparta y le ordena que lo deje solo.
Él es confiable y leal, pero también miserable.


***


Devuelve el libro a la estantería en cuanto Georg se duerme y lo suelta. Ahora cada vez que lee el nombre «Dorian Gray» no puede evitar asociarlo con Bill. Bello, joven y hedonista. Se cuestiona si debería asociarlo a él mismo; bello y joven eternamente. Pero Tom no está seguro de conocer perfectamente el placer. De hecho, ni siquiera todas sus memorias parecen placenteras.
«Lo siento, Tom. No puedo hacerlo. No más. No eres Bushido.»
Ahora Tom evita en lo posible el programa.


***


Finalmente llega diciembre, pero la melancolía ya está asentada. Georg ya no grita ni se molesta, pero apenas mira a Tom cuando él le sirve comida. Tom se cuestiona si alguna vez volverá a sonreír, porque extraña su sonrisa. El recuerdo de ella siempre es superior a la mirada perdida. ¿Podrá algún día Georg aunque sea falsear la sonrisa? ¿Será tan difícil? No está seguro, él tampoco jamás lo ha intentado. Ya tampoco se atora con trabajo, sino que pasa la mayor parte del tiempo mirando televisión.
Recién cuando escucha un villancico empieza a animarse y a comportarse de manera similar a cómo lo hacía en septiembre. Canta los comerciales y se anota los horarios de los distintos especiales en la televisión. Incluso lleva consigo a Tom a la feria navideña local, hablando sobre lucecitas navideñas.
A pesar de que todos los concurrentes visten abrigos gruesos, la plaza del ayuntamiento está abarrotada de gente entusiasmada. Esferas de colores, guirnaldas y copos de nieve falsos adornan el ambiente; mas las grandes atracciones son las luces interminables y los Santa Claus que están por todos lados.
Georg comenta que debe elegir un buen obsequio para su madre este año mientras mira estatuillas de enanos con sombreros verdes.
—¿Dar regalos es esencial? —pregunta Tom.
—No debería serlo, pero sí.
Tom asiente y mira alrededor. A lo lejos los niños se congregan a mirar una obra de teatro y ríen felices cuando la princesa despierta. Supone que será un buen recuerdo en un futuro.
—¿Qué quieres como obsequio?
Georg lo mira sorprendido. Segundo después, se revuelve y baja el peluche de reno que inspeccionaba.
—Mira, yo vine a buscar un regalo para mi mamá, porque debo viajar a pasarlo con ella. No sé si te llevaré aún —responde. Lo trata con sutileza, pero Tom imagina que es determinante. No lo llevará. No tiene verdadera razón para hacerlo. Porque aunque está configurado para ser su novio, Tom no lo es. Le ha llevado tiempo entender que la verdadera razón para que Georg lo haya comprado es solo para que esté allí, con él, para poder sentir que alguien, algo, le responde. Para alivianar la soledad que lo atormenta y de la que se siente culpable.
No obstante, él también está decidido y ser perseverante es parte de su configuración. Y Navidad es la excusa perfecta para lo que su cerebro viene considerando cada mañana de la última semana.
—Intercambiemos algo, de todas formas.
—Pero yo… —inicia Georg, dubitativo.
—No tienes que comprarme nada. Lo que te voy a pedir no puedes comprarlo, además.
Georg lo evade por un buen rato, pero finalmente asiente cauteloso ante la insistencia de Tom.


***


—¿Has pasado la Navidad con Bill? —pregunta Georg con curiosidad.
—No lo recuerdo.
Lo último que reconoce es un débil «inténtalo» antes de sentir la conexión USB y ceros y unos desbloquearse. Sus extremidades se vuelven pesadas y su pecho parece hecho puramente de hierro en vez de aleaciones. Ruge fuertemente y se quita el pendrive con fuerza. Pero las nuevas viejas memorias no se bloquean nuevamente y él recuerda. Sábanas blancas manchadas, cuerpos moviéndose, nombres susurrados que no son el suyo y gemidos. Placer genuino. Todo arrebatado con un «alguien más sabrá amarte».
Georg lo observa pasmado y hasta con un poco de miedo. Pero no quiere verlo ahora, no quiere ver a ningún humano ahora. No valen la pena. Anuncia que estará afuera y se sienta en el patio. Está cansado y molesto. Últimamente parecía que no podía estar seguro de nada, pero está seguro de esto. Él sí siente y está furioso. Furioso con la humanidad, con su suerte, con su propia existencia. De sentirse desechado por uno y de ser tratado como un electrodoméstico por el otro.
Solo quiere tranquilidad. Georg le agrada, pero no puede proporcionársela ahora. Sospecha que ningún humano se la dará. Levanta la vista y mira el firmamento nocturno, la galaxia desplegándose en toda su inmensidad. Ese tipo de espectáculo natural es lo que lo entretiene en realidad. El universo es infinito y eterno a diferencia de los demás. Y es hermoso.
Los humanos son pequeños, finitos. El amor es finito. Pero el universo no. ¿Él sería infinito también? Acaso si sus baterías no se descargan hasta volverlo inútil, ¿él lo sería también? ¿Acaso vería a todos los humanos con los que esté perder el interés o morir?
¿Acaso sufriría eternamente?
«No.» Estaba seguro.


***


Conseguir el regalo de Georg no le costó tanto como llevarlo a la casa. Es veinte de diciembre y Georg aún duerme, iluminado por las luces de colores. Está tranquilo y Tom duda por un momento de si despertarlo o no. Pero no puede esperar y le sacude el hombro.
—Feliz Navidad —saluda y pone su obsequio frente a los ojos adormilados de Georg. Los párpados de éste luchan por abrirse y finalmente lo logran cuando un ladrido suave se deja escuchar. Tom sostiene un cachorro pequeño, color chocolate, con el pelo pomposo y una cinta roja alrededor de su panza atada como moño. Georg lo toma con cuidado, los ojos bien abiertos en sorpresa y agrado—. Los perros son los mejores compañeros —dice Tom y recuerda perfectamente que Bill se lo había dicho.
Se pregunta qué nombre le pondrá Georg. Quizás sea Tom, o al menos se lo permite imaginar.
Georg pronto ríe por lo bajo y juega con el cachorro. Lo deja correr sobre la cama y lo atrapa antes de que se caiga. Sus ojos verdes nuevamente están brillando y su sonrisa es verdadera. Está feliz y eso tranquiliza a Tom.
—Gracias —murmura. Afuera el frío se adueña de Lübeck y el silencio envuelve la ciudad, a excepción del ruido lejano del ferry irrumpiendo en la tranquilidad del mar, pero dentro los ladridos del cachorro y las risitas lo vuelven todo más cálido—. Pero yo…
—Está bien. Dije que lo que quiero no se puede comprar.
Si no fuera imposible, Georg diría que Tom está ansioso. Lo mira entre divertido y cauteloso mientras pregunta qué quiere.
—Que me sobrescribas.
A medio camino de bajarse de la cama, Georg se queda estático. Luego se tensa. No contesta, no sabe bien qué decir. El viento invernal resuena en las ventanas ahora y villancicos empiezan a escucharse de casas vecinas.
—Podrías formatearme si quieres, pero sobrescríbeme. Sobrescribe todos mis datos que me hacen daño y luego desmantélame.
Ahora sí, Georg reacciona y un «¿Qué?» incrédulo sale de su boca, sin pensarlo.
—Desmantélame. Después de todo, siempre quisiste saber cómo soy por dentro —añade. Y recuerda, casi en contra de su voluntad, «Cigomáticos mayores, Elevadores del labio, Depresores del labio, Risorio». Entonces le regala una sonrisa mientras habla. Su primera sonrisa—. Promételo.
Georg niega automáticamente, estupefacto. Lo hace unas cuantas veces más, hasta que Tom logra que acepte y lo conduce de vuelta hacia la cama. Sabe que lo hará, es una promesa. Georg es leal y confiable y siempre cumple sus promesas.
Lo besa rápidamente en los labios y sonríe. Sonríe con su espontaneidad calculada, pero es lo más que puede hacer. Sonríe porque está tranquilo, porque es lo que desea: que sus únicas memorias sean agradables.
Y podrá parecer egoísta porque lo es. Ha aprendido a ser más humano de lo que él mismo esperaba.