Título: Fiesta al anochecer
Resumen: Porque todos
tienen derecho a festejar su cumpleaños, incluso los ya-no-más ángeles.
La noche se
había iluminado con un entramado de pérdidas trascendentales y habían llovido
plumas que se desintegraban al contacto con el aire; éter rindiéndose a la
realidad.
De eso, ya
cuatro anocheceres. O cinco, quizás. La esperanza inagotable y el anhelo de
ayudar, motivaciones de otros entonces, sucumbieron en su alma y para Castiel
la noción de tiempo había empezado a difuminarse. Irónico era que, ahora, el
tiempo debería volverse uno de los ejes de su vida mortal. La casa celestial
había cerrado y trancado sus puertas con ellos afuera y, por primera vez, él realmente
no tenía ninguna idea de qué hacer. Había decepcionado nuevamente a su plan B y
las demás letras no existían.
Su plan actual
consistía, de hecho, en realizar lo que estaba haciendo: vagar.
Se sentía
perdido, desconcertado, tal cómo había atravesado el Purgatorio; caminando
entre árboles, sobreviviendo. Pero esta vez era peor; se hallaba a merced de
revoluciones nuevas que se producían en su cuerpo, especialmente de un profundo
escozor en su pecho que lo fatigaba aún más que la infinita caminata. Dolor, le
llamaban los humanos, o así creía recordar, y parecía inamovible.
Dolor que ciertamente
se ahondó cuando, arrastrado por las necesidades básicas humanas, vislumbró una
niña con un par de pequeñas alas en su espalda, una aureola sobre su cabellera
rubia y una varita mágica apenas entró en el supermercado. El disfraz era
notorio, completamente artificial, ignorante y redundante. Características
atribuidas a distintas leyendas del folklore, todas unidas al concepto de un
ser ahora inexistente a través de
purpurina.
Quizás, en su
desconcierto, su mirada se había vuelto muy insistente o quizás la niña tenía
poderes o quizás la varita sí era mágica, porque un repentino “¿Qué miras?” se
abrió paso hacia sus oídos con claridad. La niña lo miraba con ojos grises,
curiosos.
—Un ángel
—murmuró Castiel luego de unos segundos.
—Sí, lo soy
—afirmó la niña con alegría, mientras se tocaba las plumas con la varita, creando ligeros destellos plateados a la
tortuosa luz de los focos.
Castiel frunció
ligeramente el ceño, consternado.
—No, no lo
eres.
No había más ángeles.
—Sí, sí lo soy
—contestó firme.
—No, no lo eres
—repitió.
—¡Sí lo soy!
—exclamó la niña. Se llevó las manos y la varita a la cadera y le lanzó la
mirada más furibunda que a sus quizás siete años podía lograr—. ¡Hoy es mi
cumpleaños, así que si digo que soy un ángel, soy un ángel!
Castiel se
quedó perplejo. Un murmullo de incomprensión escapó de sus labios.
“¿Cumpleaños?” Por alguna razón, estaba empezando a molestarle no entender la
situación.
La niña lo miró
de arriba abajo atentamente, principalmente su expresión casi neutra. Excepto
por las cejas. Las cejas del hombre se habían contraído hasta casi tocarse y
ocultar así el color celeste como el firmamento de sus ojos.
—¿No sabes lo
que es un cumpleaños? —cuestionó la niña, sorprendida.
Castiel
asintió, serio.
—Una fecha
seleccionada del calendario grecorromano que los humanos tienen en cuenta para
mesurar su vida en la Tierra.
—Por ello mismo, no comprendía la importancia de dicha fecha. ¿Acaso ese día en
especial concedía poderes de los que él no era consciente?
—¡No! —chilló
la niña, escandalizada—. ¡Un cumpleaños es el día donde te regalan muchos
juguetes y te miman y te dan de comer cosas ricas y se hacen muchos juegos!
¡Donde el que cumple recibe todo lo que le gusta!
Por alguna
razón, Castiel se sintió ligeramente decepcionado. Los sabios podrían existir
en diferentes formas y géneros, pero el conocimiento que poseían no siempre era
valioso.
—¿No es
superficial? —le preguntó a la niña, quien lo miraba confundida. Un anhelo
estaba oculto en lo profundo de su ser tratando de escabullirse entre sus
palabras. Tal vez ahora que su alma se había tintado con oscuridad, deseaba
volverse la manzana que le otorgue conocimiento y le robe la ingenuidad a la
niña o tal vez…
—¿Eh? Mira,
ahora mi mamá me está comprando un pastel enooorme con muchas frambuesas y
chocolate. Le va a poner siete velitas y las va a prender para que yo las sople
en mi fiesta. —Castiel continuó
escuchándola atentamente, aunque sin comprender aún su mensaje—. Porque ella me
quiere y todos los que me quieren hacen una gran fiesta porque están contentos
de que Dios me haya traído al mundo…
La niña hablaba
y hablaba con voz cantarina mientras danzaba sobre su propio cuerpo con la
varita en alto. La emoción escapaba de cada poro de su ser y con cada aliento
su sonrisa crecía. Y así estuvo hasta que su mamá la llamó, preocupada, y la
niña se fue corriendo entre saltitos; abandonándolo entre pensamientos
novedosos, emociones progresivas y snacks de queso.
…o tal vez
simplemente quería todo lo que niña había dicho.
~*~
Le fue difícil.
Más que difícil, incluso. La vergüenza lo flaqueó cuando, bolsas de snacks
temblando en una mano y la billetera que había encontrado en la otra, marcó desde el teléfono público el único número
que por alguna razón sabía de memoria. La voz demandante de Dean atendió
demasiado rápido y Castiel, al instante, notó que no tenía su armadura
preparada para los puñetazos y las patadas verbales.
—¿Una fiesta de
cumpleaños? ¿En serio, Cass?
La incredulidad
estaba alineada con el rechazo y juntas significaron un duro golpe. Con una última
veta de esperanza, le dijo dónde se encontraba y dónde los esperaría esa tarde.
El sonido de la llamada finalizada fue su única respuesta.
~*~
El anochecer
estaba iniciando y por un momento dudó si era el quinto o el sexto. La vela se
había consumido en una esquina del pastel y entonces pensó que no había sido
buena idea prenderla temprano. Porque ya hacía rato que había abrazado la realidad:
su idea de festejar su cumpleaños había sido muy mala. No solo la asistencia era nula sino que además, si era
sincero, ni siquiera recordaba exactamente cuándo nació.
Por algún
motivo del que era ignorante, sus ojos escocían.
El conocido
rugido de un auto tronó en los alrededores del parque y Castiel temió por un
segundo estar dándose a sí mismo falsas esperanzas. Sin embargo, él conocía el
ruido del Impala, principalmente el chasquido que hacían sus puertas al
abrirse.
—Así que…
¿ninguna idea de cómo devolver tu trasero al cielo o de parar a nuestros
amiguitos demoníacos? ¿Sólo pensaste en ponerle la cola al burro?
—Dean. —La voz
de Dean había sido una explosión de censura, frustración e ira; mientras que la
de Sam era más como un llamado de atención.
Castiel pudo
sólo imaginar la charla que habrían tenido los dos antes de llegar. Los puños
de Dean crispaban y su ceño se mantenía fruncido. Sam, en cambio, se veía
débil, abatido por los hechos recientes, más pálido de lo normal.
—Bien —contestó
Dean—. No nos quedaremos mucho, nosotros sí
tenemos trabajo serio que hacer. Más te vale que tengas pastel.
Sus palabras
apenas lo rasguñaron si tomaba en cuenta el hecho de habían ido. A festejar su cumpleaños. Un calorcito diferente al
ardor del dolor se instaló en su pecho y evaporó ligeramente el peso en sus
hombros. Con las comisuras de sus labios tirándose hacia arriba, cortó el
pastel frente a él.
—Así que,
¿cuánto cumples? ¿Dos mil, tres mil años? —preguntó Dean con la boca llena de
pastel. El sarcasmo y la rudeza eran su impronta.
—Más —reveló
Castiel y Dean se atragantó de la sorpresa.
Sus ojos se
engrandecieron hasta parecer un par canicas verdes, relucientes, y el pastel
quedó a medio camino hacia su boca, el relleno balanceándose peligrosamente.
—Hombre…
—farfulló Dean. Y esa expresión nunca fue más acertada. Porque ya no era un
ángel, ni siquiera en su autoproclamado cumpleaños; porque ya no tenía poderes
ni la simpatía de humanos. Ahora él era uno y ni siquiera tenía simpatía por sí
mismo. Pero sentía. Sentía como jamás en todo su tiempo inmensurable de
existencia había sentido, con una claridad y una fuerza esplendorosa. El dolor
y la tristeza parecían rasgar su alma, la vergüenza lo empujaba a querer
esconderse y la alegría… la alegría era maravillosa. Lograba que todo se
vivificara; que el aire sea más liviano, que el sol sea más cálido y el verde
más verde—. Feliz cumpleaños, entonces —Dean añadió y le golpeó ligeramente el
hombro antes de seguir comiendo. Sam sonrió, condescendiente, y repitió
ligeramente las felicitaciones.
Castiel
agradeció. Lo hizo desde lo más profundo de sí, porque realmente lo sentía.
Porque el calor era más cálido y el verde era más verde, y él estaba feliz. No
hubo ningún “Te quiero” ni “Me alegro de que hayas nacido” ni nada de lo que la
niña había dicho. Los Winchester no eran así. Pero estaban ahí, comiendo y
bebiendo y hablando con sentidos ocultos e ironía, pero ahí. Con él.
Se supo
apreciado; más importante: se sintió apreciado. Entonces, el anochecer no fue
tan difícil de afrentar.
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