Título: Lejos, lejos, donde cagan los conejos
Categoría: General
Nota: Este cuento ganó el segundo premio en su categoría, en un concurso organizado por la SEA. Es especial para mí, y no solo por eso.
A mi abuelo.
Hacía tiempo que no me daba cuenta
de lo grande que eras.
Había colocado el
punto final cuando el teléfono sonó. “Malas noticias”, pensó. Al cortar, un
minuto más tarde, se dio cuenta de que no se equivocó. Con una mirada perdida,
revisó el primer borrador de su próxima segunda novela. Lo velarían a las diez.
No encontró ningún error más que la ausencia de una tilde. Lo enterrarían a las
veintiún horas. No se preocupó mucho por continuar buscado faltas ortográficas
o gramaticales, de eso ya se preocuparía la editorial.
Envió por mail el
documento a la imprenta con la promesa de que iría a buscar el borrador al día
siguiente, a primera hora. Maldijo a su impresora y al poco oportuno momento en
que dejó de funcionar. Tomó un vaso de agua mientras pensaba en qué se pondría.
Vio que eran las ocho de la mañana. Tomó otro vaso de agua. Pensó en qué color usaría. Tomó otro vaso de agua más.
Se preguntó si su pantalón de jean más cómodo estaría limpio. Tomó, otra vez,
otro vaso de agua. En su mente surgió la duda de si habría sufrido. Miró de
nuevo el reloj, las ocho y media. Tomó un vaso de agua más y pensó a quién
debería avisarle. Se obnubiló. Tomó un último vaso de agua y corrió al baño.
Mientras se duchaba, recordó que había
planeado ir mañana a desayunar con él. Habían acordado tortitas negras con
manteca, como cuando ella era chica, y mate. Quizás, habían dicho, podría ser
mate de leche, también como cuando era ella chiquita. Un cigarrillo y, tal vez,
una película. Estaba a punto de finalizar su ducha cuando un sollozo se le
escapó. Luego otro, y otro. Su rostro se contrajo y sintió una gota salada entrometiéndose por la mínima apertura que sus labios creaban. Cuando se dio
cuenta de la forma en que se hallaba, estaba sentada contra la pared, llorando
sin parar y con el agua de la ducha golpeándole en todo el cuerpo.
Cinco minutos después de las diez,
ella entró al edificio. Saludó primero a su madre, cuya vista estaba perdida en
la blanca mortaja. Luego de saludar sordamente a los demás, se sentó cerca del
cajón labrado. Inspiró. Miró de refilón el cuerpo inerte y pálido mientras el
oxígeno recorría sus pulmones. Exhaló.
Las nueves horas que se prolongó el
velatorio no les parecieron ni largas ni veloces. Tomó café que le brindó el
servicio de sepelios. Salió únicamente para almorzar una hamburguesa grasosa
que abandonó a la mitad; sentía que tenía un nudo en el estómago. Estuvo
sentada en el mismo lugar por largos ratos. Se sentó en las escaleras
exteriores del edificio por ratos aún más largos, y fumó. Fumó más cigarrillos
por hora que lo que consumía normalmente en un día.
Faltando menos de media hora, observó
a lo lejos como cerraban ceremoniosamente el ataúd, oyendo a su madre llorar a
la lejanía. Se deslizó dentro del auto fúnebre en silencio, tomando en cada
mano la de su hermana y la de su madre. Notó la lenta velocidad a la que
avanzaba el chofer, con su traje negro y sus guantes blancos. Vio a algunas
personas en la calle santiguarse al paso del auto negro con la corona de flores
blancas. Sintió que el silencio era pesado, pero que debía ser imperturbable.
En el cementerio casi siguió el loco
impulso de ayudar a los hombres a cargar el cajón, pero se abstuvo
inmediatamente. Dijo “amén” cuando fue necesario y se despidió con el corazón
afligido. Tocó la fría madera barnizada en el lugar en el que, suponía, debía
estar su frente y lo acarició. Luego se alejó lo más que pudo y se colocó sus
lentes negros de sol que ocultaban sus ojos rojizos e hinchados.
Volvió a su casa y, en un arrebato de
locura, agarró las llaves de su auto y de su casa, dinero, una muda de ropa y
sus documentos. Fue hasta la imprenta, cuyas puertas estaban cerradas al
público, pero con insistencia logró que el sereno le abriera la puerta. Se
llevó el borrador de su novela, lo pagó y dejó pago además para que realicen
otros ejemplares, anotándole al confundido sereno las direcciones donde éstas
tenían que ser enviadas.
Se subió a su auto, dejó el
encuadernado sobre el asiento del copiloto y arrancó. Manejó toda la noche y se
detuvo solamente en una oportunidad para recargar el tanque de gas-oil, comprar
otro encendedor y una botella de agua que luego descargó, fumar un cigarrillo y
dormir dos horas al costado de una ruta poco transitada. Al amanecer continuó
conduciendo, persiguiendo el primer rayo de sol que se filtraba hacia el norte.
Pagó peajes y soportó el tráfico.
Durante el camino no pudo evitar
atormentarse. ¿Por qué no lo fue a ver antes? ¿Por qué dejó que el tiempo
pasara sin que ella se diera cuenta? ¿Por qué dio mayor importancia al trabajo
que a la familia? ¿Por qué no le dijo que lo quería? Sollozó más de una vez
arrepentida, recordando su olor a madera y cigarrillo.
Finalmente, detuvo el auto frente al
Parque Nacional Iguazú. Allí se mimetizó con los demás turistas, después de bajar
con una cartera con el dinero que le quedaba, los documentos, el borrador de su
novela y el encendedor nuevo. Se subió al Tren de la Selva, acomodándose junto
a la ventana. El paisaje era de ensueño; aún así, por momentos, le era difícil
de disfrutarlo plenamente. Revisó su novela por encima y se desilusionó consigo
misma, considerándola algo insulsa. Unos inmensos ánimos de reescribirla
completamente la asaltaron. No obstante, se mantuvo decidida en su impulso.
El tren arribó en la Estación Garganta
del Diablo. Ella bajó con el grupo de turistas y caminó con ellos hasta el
balcón. Familias y parejas admiraban la inmensidad de los saltos espumeantes,
los rayos de sol filtrándose entre las gotas y creando cientos de arco iris, el
cielo azulado limitado por las copas de los árboles. Sintió la humedad
golpeándole el rostro mientras sacaba de su cartera el borrador de su novela.
Él le había dicho que esa novela sería algún día un Mejor vendido, recordó con
una sonrisa. Con especial cuidado de que no la vieran, se alejó del grupo y
sacó el encendedor de su cartera. Agradeció que el rugir de las cataratas
apagara el murmullo de los demás presentes. Con sumo cuidado encendió la flema,
observándola durante unos segundos. Dedicándosela a él, acercó la llama a las
hojas hasta que éstas se contagiaron del calor y ardieron en sus dedos. Soltó
la novela flameante antes de quemarse y dejó que las cenizas cayeras sobre las
rápidas corrientes de agua.
Sin otro propósito, regresó a la
entrada del Parque Nacional Iguazú y se preparó para volver a su casa. Condujo non-stop hasta su ciudad, pero
desviándose previamente hacia el cementerio. En el camino había rememorado su
travesía, tal vez loca e inexplicable para los demás, pero completamente
entendible para ella. Esa novela cremada se había inspirado en él y para ella
era una igualdad a sus cenizas. Por otra parte, él había sido demasiado grande
como para dejar que fuera un río el que lo transportara. La catarata siempre
les había sonado mejor a ambos. Sonrió levemente a pesar de estar en un lugar
tan lúgubre y triste.
Sabía que le hacía falta sueño, que
debería haber vuelto a su casa a descansar, bañarse, comprobar que los
borradores de su novela le hubieran llegado a la editorial, a su familia, a su
mejor amiga. En cambio, rozó con las yemas de sus dedos la brillante placa con
su nombre y sonrió nuevamente. Le parecía oírlo, con su voz jocosa, preguntarle
“¿A dónde fuiste, cucaracha?”.
Sintiéndose conforme y satisfecha,
evocó una vieja frase de él.
—Lejos, lejos, donde cagan los
conejos.
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