domingo, 22 de julio de 2012

Carpe Diem



Título:
 Carpe Diem
Resumen: 
Categoría: Slash
Rating: 16+
Advertencias: Incesto.
Nota: Participó del Concurso Humanoid del Blog de Autores.


Desde que eran pequeños habían aprendido a vivir cada segundo. Se los había dicho su madre una vez y ellos se habían apropiado de aquella frase, la habían adoptado como excusa y como filosofía de vida, y la defendían con uñas y dientes de ser necesario.
«Vivir cada segundo» no solo había inspirado una canción; sino que había sido lo que durante su pubertad los había impulsado a crear una banda, a perseguir el sueño de la fama, a que Tom tomara la mano de Bill y a que Bill besara a Tom, a traspasar barreras, a dormir en una sola litera.
«Vivir cada segundo» se había soldado en sus mentes como el hierro y era lo que había regido sus acciones desde la infancia, cuando cada una de sus travesuras eran justificadas por ello, sin pensar en el castigo que obtendrían después.
Más de una vez su padre se había reído y había dicho «Carpe diem», intentando enseñarles ese término, pero entonces Tom tendía a fruncir el ceño y Bill a rehusarse.
El latín les sabía difícil para su edad, era para grandes.



Tom contempló las rastas negras y blancas de su hermano desde lejos y no pudo evitar llevarse una mano hacia sus trenzas. Las usaba ya desde hacía casi dos meses, mas el cambio se le había antojado tan bueno como extraño; tocaba su pelo y percibía una textura diferente, una a la que no se acostumbraba aún. Él no gustaba tanto de los cambios como Bill, pero aquel «¡Vamos, anímate!» y la sonrisa pícara de su hermano habían logrado que accediera a aquel intercambio: Bill cedía a las rastas, él al cabello tintado de negro.
Además, «nuevo disco y nueva apariencia van de la mano, Tom». Con guiño y sonrisa incluidos.
Las rastas se balanceaban continuamente a medida que Bill se sentaba, se acomodaba, se levantaba, se reclinaba y volvía a sentarse para iniciar nuevamente el ciclo entre saltitos, sonrisas y apagados chillidos. Tom no pudo evitar que una risa socarrona brotara desde su garganta y llamara la atención de su hermano, cuyos ojos brillaron inmediatamente en ansiedad apenas sus miradas se encontraron.
—¿Y? ¿Qué te dijeron? —indagó Bill mientras enderezaba un poco la espalda. Tom notó su respiración exaltada, sus dedos moviéndose de forma inquieta sobre el manubrio y la sonrisa que aún no desaparecía por completo de su rostro.
Se hizo rogar unos segundos, solo por exasperar a su hermano, pero finalmente le contestó:
—Mamá y Gordon van a llegar unas horas antes del show, y papá me dijo que no llegaba al primer concierto pero me confirmó que estaría aquí para el segundo —enumeró mientras dejaba el celular sobre la mesa y se sentaba enfrente de Bill. La sonrisa de éste se expandió a la vez que festejaba por lo bajo—. ¿Por qué te importa tanto? —cuestionó un poco extrañado.
Bill le devolvió la mirada escandalizado.
—¿Qué dices? ¡Son nuestros padres!
—Lo sé, quise decir que ¿por qué esta vez te interesa más que estén mamá y Gordon y papá presentes, más que otras veces? —intentó explicarse sin mucho éxito, aunque esta vez su hermano le comprendió. Aun así, se encogió de hombros.
—Tampoco es tan raro; mamá y Gordon siempre están en nuestros primeros conciertos. Incluso Gordon dijo que podría acompañarnos en parte de la gira, ¿recuerdas?
—Sí, pero ¿papá? Nunca has sido tan insistente con él. Por lo que pude sonsacar, el hombre se va a venir desde Hannover solo para vernos.
Bill soltó el manubrio y desvió la mirada; la culpa empezaba a trepar por sus facciones. Mas, pronto todo rastro de culpa se desvaneció de su rostro. En cambio, una pequeña sonrisa con tintes de nostalgia y orgullo se formó en sus labios.
—Esta moto, Tom… es por él —aseguró mientras acariciaba el asiento de símil cuero—. ¿Te acuerdas de cuando aprendí a andar en bicicleta?
Tom asintió pensativamente. En realidad, él no sabía mucho; Bill había aprendido a andar en bicicleta después que él, uno de los primeros veranos en la casa de su padre. Su hermano se había negado al principio, temeroso de herirse o de recibir burlas, pero había accedido tras hablar con Jörg; «Chantajearme, mejor dicho», reía siempre Bill. Tom no había podido verlo ya que su padre lo había enviado a pasear con un amigo suyo y, para cuando había vuelto, Bill portaba grandes raspones y costras y una sonrisa gigante que le iluminaba todo el rostro.
—«Tú quieres vivir cada segundo, ¿cierto? Entonces, ¿cómo podrás hacerlo sin haber experimentado el viento golpeando tu rostro con cada pedaleada? Y cuando puedas conducir una moto, ¡la adrenalina!» —imitó Bill la voz grave de su padre que se discurría entre sus recuerdos—. Esta moto en parte es gracias a él. 
En cuestión de segundos, Tom se levantó y se acomodó detrás de su hermano, y le acarició levemente las rastas hasta que su mano cayó sobre su hombro. Bill se apoyó contra el pecho de su hermano con un suspiro satisfecho y volvió a acariciar el asiento con aire distraído.
—Esta moto es genial —comentó Tom con una sonrisa.
—¿Genial? ¡Asombrosa! Es una mierda que no me dejen manejarla en serio —afirmó su gemelo con acritud.



Cuando a la noche en el hotel Gordon les pidió que describan cómo sintieron el primer concierto, Tom lo definió como «alucinante» e inmediatamente fue interrumpido por su hermano.
—¿Alucinante? ¡Súper alucinante! La energía fue increíble, todos gritando, ¡incluso se sabían las letras! Y cuando Gustav empezó fue como… ¡guau! ¡Todos enloquecieron! —hablaba rápido, con la euforia fluyendo a través de sus venas.
—¿Gustav? ¡Cuando yo toqué el primer acorde!
—Nah, tú no —rechazó su hermano, sus ojos refulgentes de alegría al mirarlo—. Cuando yo aparecí sí que fue asombroso. Volver a oír a todo el mundo, «¡Guau! ¡Es Bill!» y a todos chillando de emoción…
—Si gritaban era porque pensaban que te electrocutarías con esos trajes —dijo Tom y rodó los ojos. Bill frunció el ceño y le sacó la lengua infantilmente, lo que su gemelo inmediatamente le devolvió. Rápidamente iniciaron una pelea inocente de palmeadas que fue subiendo de intensidad hasta que pequeños empujones se repartían en un vaivén teñido de risas. Gordon los detuvo antes de que los golpes se volvieran serios y alguno terminara con moretones. Al instante, los dos estallaron en risas mientras se abrazaban los hombros y sus brazos se rozaban naturalmente.
Simone jadeó secamente y atrajo la atención de su novio y de sus hijos hacia sus ojos trémulos y brillantes. Entonces Tom recordó que durante el concierto, en un instante donde se desentendió de la emoción y la euforia, creyó verla llorando.
—Solo fue porque son grandiosos, mis niños.
Si bien la respuesta sonaba a orgullo materno, también intuyeron una evasión al tema. Pero lo dejaron pasar; preferían disfrutar el momento, el éxtasis tras el primer espectáculo con su nuevo álbum.



Segundo concierto y la emoción explotaba en el aire. Bill iba y venía sobre el escenario, se extasiaba a cada segundo que pasaba. De vez en cuando miraba de refilón hacia la fila donde su padre destacaba entre el público adolescente y febril. Cuando subió con la moto no pudo evitar buscar la expresión de orgullo paternal y se contentó apenas la halló, unida a una mueca de asombro. Quiso que su hermano también lo vea e intentó señalárselo con la mirada, pero como este estaba concentrado en su guitarra tuvo que pararse e ir hacia él, sin descuidar su canto, para llamarle la atención.
Tom le sonrió abiertamente pero Bill notó que realmente no comprendía por qué tanta emoción. No podía culparlo completamente: jamás le había contando.
Más de una vez, ellos podían quejarse de hablar poco con Jörg y verlo aún menos, pero no podían negar que en sus recuerdos, él fue un buen padre. Jorg había sido quien fortificó el interés de Tom por los automóviles, quien quiso enseñarles —y falló en el proceso— a pescar, quien les inculcó el amor por los animales y quien les regaló su primera mascota.
Mas, Bill siempre atesoró el recuerdo de cuando aprendió a andar en bicicleta. No por el hecho en sí, sino por lo que había compartido con su padre. Por las palabras que éste le había dicho cuando se montó con temor encima del rodado e hizo las primeras pedaleadas que acabaron en una estruendosa caída. Él se había quejado luego del raspón en su pierna y le había cuestionado a su progenitor por qué no podía ayudar sosteniendo y empujando su bicicleta como había visto a otros verdaderos padres hacerlo con sus hijos; el resentimiento del divorcio aún latiendo en su sistema.
«Porque tu madre y yo siempre quisimos que los dos sepan valerse por sí mismos. Yo sé que no necesitas mi ayuda, Bill, solo apoyo. Hoy te apoyo yo, luego, estoy seguro, estará tu hermano. Así ambos serán tan grandes como se lo propongan.»
Esas palabras se habían grabado en su memoria, a veces la voz de su padre más grave o con toques que encontraba más cursi de lo que en realidad había sido. Pero había sido por aquello que aquella noche había abrazado a su hermano sin importar el ardor de todas las lastimaduras y con una sonrisa alegre.
Y, mientras miraba a la multitud a sus pies con Jorg perdido entre ella, afirmó en su mente que por aquellas palabras él y Tom habían llegado tan lejos. Porque se lo habían propuesto.



—¿Y? ¿Qué te pareció? —le preguntaron completamente ansiosos a su padre apenas acabaron el concierto y se encontraron con él—. Genial, ¿cierto?
—Más que genial —confirmó Jorg con una sonrisa—. Ustedes sí que son grandes.
El gesto de felicidad de Bill se ensanchó y no pudo evitar recargarse en el hombro de su hermano. Estaba seguro de que su papá no lo había dicho porque rememorara, sino porque realmente lo creía. Miró de refilón a su gemelo y al notar su mueca de alegría y satisfacción, empezó a reír animadamente. Sintió cómo la mano de Tom se escurrió por su espalda y rodeó su cintura mientras él se contagiaba de su risa.
Le encontraban tantos significados diversos a «grande» que sus risas incrementaban a cada segundo. «Somos grandes, hacemos cosas de grandes y la tenemos grande», solían decir cuando estaban a solas y la efervescencia de los besos y las lamidas se apaciguaba dando paso a momentos donde caricias tranquilas y charlas plagadas de bromas eran las protagonistas. Mas, Bill estaba seguro de que cómo así su padre no relacionaba sus palabras al recuerdo de cuando aprendió a montar la bicicleta, aún menos lo haría con lo momentos íntimos que él compartía con Tom en secreto.
Finalmente, sus risas menguaron frente a la mirada atenta de Jorg e intentaron normalizar sus respiraciones. 
—Sí, somos grandes —sonrió Bill y acarició suavemente la clavícula de su gemelo con la mano que había recargado sobre éste. Notó el semblante de su padre, entre confuso y serio, y apartó suavemente la mano de Tom de su cintura. Sin modificar su sonrisa, desvió el tema—. ¿Viste mi moto?
Jorg asintió, aún con la mirada atenta sobre sus hijos.
—Parecía una máquina increíble.
—Lo es —afirmó Tom y se separó por completo de su hermano para palmear a su padre—. Deberías probarla.



Como sus padres apenas se dirigían el saludo, ninguno de los encontraron extraño el apenas haber visto a su madre durante la breve estadía de Jorg. En cambio, intentaron compartir el mayor tiempo posible junto a él, aun si debían retrasar cualquier muestra de afecto o lascivia entre ellos hasta estar a solas. A veces, por pura costumbre, se rozaban suavemente, mas inmediatamente pretendían que no había pasado nada o que era algo normal. Fingir aquello se les había vuelto habitual y la gente a su alrededor se habían acostumbrado a sus actitudes hasta el punto de serles indiferentes, por lo que Bill y Tom se dejaban abrigar por el manto de la tranquilidad.
Manto que se rajó frente a la interpelación que les hizo su padre antes de marcharse.
—Aquí pasa algo. Quiero saber qué.
La sorpresa los hizo cautivos al instante y el miedo empezó a rasguñarles las entrañas. Disimuladamente, buscaron apartarse y se desentendieron.
—Sé que acá está pasando algo, chicos —Jorg esperó pacientemente a que alguno dijera algo; sin embargo, ambos se apegaron a su actuación habitual—. ¿Qué están haciendo?
«Vivir», quiso gritarle Bill y estirar su mano para agarrar con fuerza la de Tom y enfrentar juntos a su padre como sucedía en las películas dramáticas que de vez cuando veía. Pero era lo suficientemente sensato para no hacerlo. En cambio, mantuvo sus músculos tensos y contempló fijamente a su progenitor sin vacilar. Era conciente de que este los estaba examinando y más de que su hermano realizaba las mismas acciones que él, como si alguna vez lo hubieran acordado.
—Tom, Bill… Díganme, por favor. —Su orden se terminó uniendo a una súplica. Esperó durante un rato a que alguno siquiera abriera la boca y finalmente Jorg se dio por vencido con un suspiro. Si sus hijos tenían una cualidad, era la de ser obstinados—. Al menos, quiero saber que entienden que lo que sea que estén haciendo no está bien —pidió, dando por sentado que la complicidad que había vislumbrado entre ellos conllevaba algo incorrecto.
—No sabemos de qué hablas, papá —contestó Tom con la mandíbula relajada pero los ojos serios.
Jorg los observó durante unos segundos, la expresión de orgullo del día anterior se había desvanecido y la reemplazaba una de decepción. Se despidió de ellos con la advertencia de que se cuiden y con el comentario que rayó en el ruego de que le llamen «por cualquier cosa». Ambos lo despidieron de manera escueta y lo vieron indiferentes marcharse en el auto. Hasta que éste no se perdió de vista, no se movieron, ni siquiera se miraron entre ellos.
Recién cuando se supieron solos, se animaron a encontrar sus miradas. Inmediatamente se reconocieron las emociones que los asaltaban por dentro; pavor, preocupación, incierto, tristeza. El semblante alicaído del otro hizo que finalmente cada uno se derrumbara y se abrazaran lentamente, con fuerza; estrechando sus cuerpos, convirtiéndose en un solo pilar. Bill besó la mandíbula de su hermano y Tom apretó sus brazos alrededor de su cintura.
Su padre los había atrapado con la guardia baja y casi los había desarmado. El miedo había hecho jirones de sus entrañas, la adrenalina había acelerado sus corazones y el desconcierto ahora se traslucía en sus miradas.
No sabían qué harían; solo que no llamarían.



Tom cerró la puerta con cuidado y buscó entre las penumbras la delgada figura de su hermano, estirado sobre la cama, con las rastas negras y blancas desparramadas sobre la almohada. Despacio, se recostó en la cama a su lado e intentó imitar su postura, pero Bill se revolvió y entrometió su piernas entre las de su gemelo, luego emitió un gruñido leve que le causó gracia a Tom.
—Gordon me dijo que estabas dormido, que andabas cansado —susurró.
—Extenuado —corrigió Bill y abrió sus ojos con pesar—. Desde que se le ocurrió confesarnos que planea casarse con mamá, no para de perseguirme con cómo debería pedírselo o qué deberían hacer —explicó con fastidio y frunció el ceño cuando su gemelo dejó escapar una carcajada—. Es agotador.
—Tú te ofreciste —le recordó Tom con una sonrisa ladina e intentó besarle la frente, pero Bill se alejó.
—Ni me lo recuerdes —gruñó y unió sus labios a los de su hermano, quien no opuso resistencia. Con prisa, mordisqueó el piercing de su gemelo e introdujo su lengua con descaro cuando este abrió la boca para quejarse. Inició un fuego que los incendió a ambos por dentro; encendió sus bocas, ardió en sus mejillas y elevó sus temperaturas corporales. Se dejaron llevar por un rato, no sabían cuánto, hasta que Bill se separó unos milímetros y empezó a lamer donde previamente lo había mordido. Luego, fue ascendiendo por su mandíbula hasta el lóbulo izquierdo en un intento vano de apaciguar el fuego.
—¿No era que estabas extenuado? —cuestionó Tom con sorna y relamiéndose los labios hinchados.
—Para Gordon. Parece que el hombre no entiende lo que disfrutar de un día libre significa.
Tom rió ante la soltura de su hermano. Aprovechó que Bill luchó por quedar arriba suyo para frotar su culo con desparpajo. Sabía que no debía hacerlo, ni besarlo y aún menos disfrutarlo, mas no le interesaba. Ni a él ni a Bill. No se correspondía con su filosofía.
—Entonces tendremos que enseñarle cómo disfrutar —bromeó—. Día libre… deberíamos aprovecharlo.
Bill sonrió contra el cuello de Tom y ronroneó cuando este empezó a acariciarle el pelo, desde las raíces hasta el final de las rastas. Lo acariciaba y le daba pequeños tirones, secretamente fascinado con la caída que tenía sobre los hombros de su hermano; cómo el negro enmarcaba su rostro y cómo las rastas blancas iluminaban su lascivia. Porque la manera en que Bill se mordía el labio inferior mientras lo miraba fijamente con algunos mechones y algunas rastas sobre su cara —y si eso le añadía sus dedos que delineaban su vientre por debajo de la camiseta en un descenso ardiente que producía quemaduras a su paso—, era la más pura lujuria.
—Pensaba en quitármelas esta tarde o luego de la boda —anunció Bill, lo que pasmó a su hermano—. A las rastas, me refiero. Ando pensando en algo corto, quizás una cresta…
Tom se desilusionó aunque intentó no demostrarlo. La apariencia en esos momentos de su gemelo le encantaba; la hallaba tan incitante, tan feroz y tan sensual al mismo tiempo que se adueñaba constantemente de su pensamiento. No obstante, no se iba a interponer. Jamás se oponía a los cambios de apariencia de su hermano; había aprendido que era en vano y, además, la inestabilidad de Bill con respecto a su apariencia era parte de su encanto.
Nuevamente se sumió en pensamientos divagantes sobre la adaptabilidad de Bill a los cambios que lo distrajo de la realidad por unos segundos. Principalmente cuando la duda de hasta qué punto su hermano podía adaptarse con tanta facilidad lo asaltó.
—Así que deberíamos aprovecharlas, antes de que me las quite —comentó Bill sacándolo de su ensimismamiento, encima suyo, con una sonrisa sensual y los ojos brillantes.
Lujuria teñida de amor, notó Tom. Desechó a un lado sus pensamientos y sonrió ladinamente. Tironeó de las rastas y atrajo a su hermano hacia un beso feroz y húmedo.



Con la excusa de su cumpleaños, los dos regresaron antes a Loitsche a visitar a su madre en lo que Bill llamaba un ataque de «mamitis aguda». Él y su hermano solían llevarse de maravillas, casi a la perfección —lo que era una suerte si consideraban su relación fraterno-amorosa—, pero había veces en las que necesitaban un cariño diferente, un abrazo o palabras de alguien que los ame incondicionalmente.
Aunque aquello significaba forzar su actuación habitual durante más tiempo, ambos se instalaron en la casa de su niñez por un par de días. Charlas tranquilas, vestir de entrecasa, dormir hasta tarde, películas, acariciar a su gato y comida casera se les antojaba más que nada en ese momento.
Mas, la serenidad que esperaban la hallaron infectada.
La mirada atenta de Simone, aguda como el águila, los alteraba. Pronto asumieron que era imaginaciones suyas y volvieron a su normalidad; a bromear entre ellos y a dejar pasar sus caricias como comunes. No obstante, los nervios los asaltaban eventualmente y se les dificultaba entablar una conversación cuando suponían que su madre estaba alerta.
Cuando al tercer día Simona anunció que iría a bañarse y que los dejaba a solas por un rato, Tom aprovechó para acercarse a su hermano —quien, con el cabello corto despeinado y una camiseta de cuando era adolescente, tenía el semblante arrugado en preocupación— y sentarse a su lado en el sofá de la sala. Gordon no estaba y en el lugar se había instaurado el silencio absoluto, algo que rara vez había sucedido en esa casa desde que tenían memoria.
—¿Crees que sospecha algo? —susurró Bill y echó una breve mirada al pasillo.
Tom se encogió de hombros. —No lo sé…
—Quizás son imaginaciones nuestras, es que después de papá… —Bill se calló, su voz se tornó adolorida y la conciencia volvió a pesarle. Sintió la mano de su hermano frotar su hombro en un intento de masaje tranquilizador que fue descendiendo por su brazo hasta llegar finalmente a su mano. Sus palmas se unieron y sus dedos se cerraron como candados.
—Ahora mamá está en el baño… —susurró Tom y Bill se dio cuenta que estaba igual o más intranquilo que él, pero que su gemelo trataba de ocultarlo para no alterarle aún más. Conmovido por esto y en un acceso de adrenalina, estiró su cuello y le plantó un beso a su hermano que rápidamente fue correspondido. El alejamiento forzado de los días anteriores, la necesidad de contención y la pasión los atrajo como imanes y pronto sus manos recorrían el cuerpo del otro con desenfreno. Tom entrometía sus dedos por debajo de la vieja camiseta de Bill y este, risueño, presionaba la nuca de su hermano para juntar todavía más sus bocas.
El calor ascendía, el alrededor se incineraba y se volvía esfumado. Sus sentidos se desorientaban en el humo y se aferraban entre ellos mismos. Un jadeo ahogado y poco conocido se abrió paso a través de sus leves gemidos, mas en el calor del momento no le prestaron atención. En cambio, cuando sus nombres fueron pronunciados con severidad, se apartaron y se voltearon. Entonces, con el rostro perplejo y desencajado de su madre, su ya rajado manto de tranquilidad continuó deshilachándose hasta partirse abruptamente.
Se separaron por completo, temblando ante la perspectiva de la situación.
—Mamá… podemos explicar… —intentó Bill hablar, mas se interrumpió ante la brutal negación de Simona.
—Una imagen vale más que mil palabras, Kaulitz —siseó.
El silencio se volvió pesado y el aire denso a su alrededor. Bill tragó con fuerza e imaginó las mil palabras que atravesaban la mente de su madre. «Beso, hermanos, engaño, enfermos, asco, límites, mentiras, incesto, aberración, escándalo, degenerados,  prohibido.» Quiso gritar de frustración y pedirle, rogarle incluso, que abra su mente y piense como ellos, en los que sentían y vivían a cada segundo, en como sus cuerpos se encendían con el del otro y sus ánimos sobrevolaban las nubes, en como no podían concebir su presente de otra manera.
No obstante, volvió a mantenerse callado. Sus músculos se agarrotaron y no pudo siquiera moverse ante su madre, quien se derrumbaba lentamente.
—¿Qué hice mal, chicos…? Lo sospeché por un segundo, pero no quise creer… tantas miradas… —balbuceó Simona con voz temblorosa y semblante descompuesto, mientras dejaba a un lado las toallas en su mano y se apoyaba contra la pared—. Yo… ¿qué les enseñé mal? ¿Qué no les enseñé? Semejante…
Los dos se desesperaron y trataron de hablar, de decir lo que sea que devuelva todo a como estaba minutos atrás. Que ella no tenía la culpa, que nadie la tenía, que lo que compartían era algo bueno, que no se debía despreciar, que se amaban. Aún así, cuando Bill intentó acercársele, ella se retrocedió un paso automáticamente. En su mente, aquella acción gritó «No me toques» y tuvo que buscar el apoyo de la mano de su hermano para no derrumbarse él mismo.
Al advertir aquel gesto, Simone remarcó sus labios fruncidos en una mueca de profunda decepción y sus ojos acuosos se volvieron perforadores.
—Pensé que ya eran lo suficientemente grandes para no ser tan…
«Estúpidos.»
Bill y Tom cerraron los ojos con dolor. No había sido necesario que su madre complete la frase para que esta los golpee con toda su fuerza. En aquel silencio, estaba todo dicho y parecía irreparable.
—Necesito estar sola unos momentos. Necesito pensar…
«Váyanse.»
No supieron si Simona advirtió su sufrimiento o si ella misma quería evitarlos, mas los dos asintieron con pesar. Reuniendo todas sus fuerzas, separaron sus manos y salieron de la habitación.



—¿Qué haremos? —preguntó Bill en un hilo de voz.
De vuelta en su propia casa, ya bañados y con el cabello mojado humedeciéndoles la ropa, estaban sentados uno frente al otro aún sin tocarse. Bill, desolado, se sostenía la cabeza sin importarle que las cenizas de su cigarrillo cayeran sobre el sillón, y Tom lo observaba perdidamente mientras acariciaba con parsimonia a su perro. El conocimiento sobre que debían volver a trabajar pronto y la situación en la que habían quedado con su madre, los carcomían por dentro.
—Mamá entenderá, ya verás —susurró Tom, con un hálito de esperanza y su hermano no quiso contradecirlo.
El cambio estaba irrumpiendo en sus vidas y no podían rechazarlo.
Tom era consciente de que no podían culpar a nadie más que a ellos mismos. Sus padres les habían enseñado a vivir cada segundo, mas ellos no habían visto ni querido vislumbrar los límites. Y ahora estos le reclamaban todos los años que no habían sido respetados.
Por el miedo al rechazo se habían alejado de su padre, ahora sentían que habían perdido a su madre… Tom se cuestionó qué seguiría después, si sus amigos o toda Alemania. Deberían arreglarlo, pero la única forma que se le ocurría era perder a Bill y ese era un cambio que nunca podría enfrentar, aún menos aceptar. 
—Tal vez deberíamos mudarnos a Los Ángeles, allá casi no nos conocen y el clima es más cálido…
Tom contempló a su hermano estupefacto ante su murmullo.
¿Alejarse de absolutamente todos? Un cambio más grande… ¿esa era su solución?
Con horror comprobó la facilidad de su gemelo para adaptarse a los cambios, incluso a los desagradables e involuntarios. Pero sufría. Tom podía ver que Bill sufría tanto como él; sus se mantenían hombros caídos y sus ojos hinchados y opacos.
Una fugaz sensación de alegría lo embargó: Bill aceptaba el cambio, pero tampoco quería dejarlo atrás. Si repasaba sus vidas, la idea de Los Ángeles no sonaba tan descabellada. Quizás debería animarse.
—¿Y qué haríamos allá? —cuestionó inseguro.
—Lo que siempre hicimos —contestó Bill e intentó sonreír.
Él le devolvió la mueca y trató de olvidar la angustia y el temor que pesaban en su pecho. Decidió romper la inercia en las que se mantenían y se acercó a su hermano lentamente, acarició su cabello húmedo y besó su sien. Bill buscó sus labios con desenfrenada necesidad y ahogó en su garganta los sollozos y los cursis pensamientos que inundaba su mente.
«Contigo, podré hacer lo que sea.»
Carpe diem, Bill.
Carpe diem, Tomi.

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