Título: Adicciones
Resumen: Aunque Bill no lo quisiera aceptar, Tom podía verlo claramente: su hermano era adicto. Aunque él tampoco podía hablar mucho.
Categoría: Slash
Advertencias: Incesto.
Rating: 13+
Nota: Para Mon~
Aunque Bill no lo quisiera aceptar, Tom podía verlo claramente: su hermano era adicto. Además, era perfectamente notorio a qué.
Era adicto a los cigarrillos; fumaba desde hacía años cada vez que estaba aburrido, incómodo o ansioso. O simplemente cuando le apetecía. Tom también lo hacía, de hecho, y ambos bromeaban dedicándose palabras cursis cada vez que compartían el pitillo.
Era adicto al Red Bull, a la Coca-cola, al café y al vodka. Su saliva siempre tenía un gustillo —ya sea dulzón o amargo— a ellos, aun cuando su aliento estaba contaminado por el tabaco.
Era adicto al trabajo; no podía parar de crear letras, imaginar ritmos y planear conciertos incluso estando de vacaciones. Y aquí el problema residía en que era adicto a la música; cuando no cantaba, tarareaba.
—Hazte un tatuaje conmigo —le dijo Bill de repente un día mientras se miraba en el espejo retrovisor y se acomodaba los lentes de sol. Se lo veía algo exasperado y aburrido, lo cual no era raro: ambos soportaban el denso tráfico angelino.
Era también adicto a los tatuajes y a las perforaciones. Cada vez que se hacía uno, buscaba otorgarle algún significado que lo justificara, mas la realidad era que disfrutaba del dolor que producía la aguja al punzar, marcar y dañar su piel.
Era adicto a su apariencia. Se admiraba a sí mismo en cada superficie reflectante: se maquillaba, se peinaba y se acomodaba la ropa buscando verse primorosamente pulcro. Y era adicto a la repuesta de los demás, principalmente a la de sus fanáticos, por más descabellada que sea.
—Ni loco —contestó Tom mientras golpeaba rítmicamente el volante con sus dedos y veía a su hermano apartar la vista de su celular.
Era adicto además al celular. Lo tenía consigo en todo momento, ya sea en sus manos, en el bolsillo o en un bolso. Y siempre que podía estaba haciendo una llamada, o mandando mensajes, o revisando la App, o simplemente navegando por internet.
—Ooh, ¿por qué? —se quejó—. Yo quería tener algo tuyo… y me imaginé que sería raro llevar una trenza de mi hermano como llavero —comentó al tiempo que acariciaba una que caía sobre los hombros de Tom. Luego rió con ganas cuando éste le palmeó la mano alarmado.
Era adicto a las emociones fuertes que desencadenaran en él accesos de adrenalina. Ya sea la alegría que lo hacía estallar en carcajadas o la ira y los celos que se desquitaba en comentarios ácidos y sexo casi salvaje.
—Vamos, algo que sea solo nuestro —insistió.
Tom suspiró. No podía hacer mucho más. Después de todo, él también era adicto.
Aunque nunca, jamás, lo admitiría; menos en voz alta.
Su adicción era peor que cualquier otra; porque esta podía ensanchar sus vasos sanguíneos e introducirlo en un estado de euforia instantáneo, podía apresurar el bombardeo de su corazón con una sonrisa, dilatar sus pupilas ante su presencia y desviar su atención con su mero nombramiento.
Era adicto y ni siquiera sabía bien desde cuándo.
La fase del gusto por los besos y el sexo la había superado rápidamente cuando el torrente de pensamientos sobre él se desbordaba constantemente de manera obsesiva. Mas, sospechó que era aún más grave cuando las ausencias de Bill se volvieron agonías que parecían insuperables y prefería mil veces suplir sus caprichos u ocurrencias a no verlo por un tiempo.
Había intentado contenerse ciento de veces —literalmente—, pero cada vez, en cada una de ellas, el gozo de sentir los dedos tentando territorio en su trasero y los besos húmedos que iniciaban como simples juegos y las palabras susurradas en su oído con sensualidad deliberada le libraban la batalla del siglo y él perdía. Perdía miserablemente.
Era un maldito adicto y estaba curiosamente feliz de ello. Y cuando no, cuando finalmente creía que se podría escapar de sus garras, la espontaneidad de Bill aparecía y a él lo envolvía un calorcillo agradable que adormecía sus ánimos de libertad y lo hacía recaer. Sobre la cama, con una sonrisa.
Entonces, cuando su hermano venía con tamañas ocurrencias, él toleraba y se abstenía un rato, mas, luego, apartaba a un lado viejos temores insulsos como a las agujas y pensamientos inverosímiles como escaparse.
Porque él era un maldito adicto y, como todo adicto, ¿qué más podía hacer? Solo ceder.
—Bien, pero uno chico que demuestre mi grandeza y superioridad —aceptó y presionó el acelerador, el auto finalmente se ponía en movimiento.
Bill rió con ganas —su perfil recortándose contra la autopista, los edificios y el atardecer— y prendió un cigarrillo para festejar.
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