miércoles, 18 de julio de 2012

Relato de un caído


Título: Relato de un caído
Resumen: "Más de una vez no te comprendo, Alejandro." Unas palabras por parte de Clito hacia el Gran Rey.
Categoría: General, (Minor Slash - Hetero)
Rating: 9+

Más de una vez no te comprendo, Alejandro. Tampoco lo intento.
Eres hijo de Filipo II, tenías a casi toda Grecia a tu mando, habías heredado Macedonia y les demostraste tu fuerza. Eres Alejandro, Hegemon de Grecia. Quisiste conquistar el Imperio Persa, y lo conseguiste. Te proclamaste Hijo de Amón en Egipto, y ellos te aceptaron con ese nombre reservado únicamente para los faraones. Fundaste setenta ciudades y casi cincuenta de ellas bajo el nombre de Alejandría. Babilonia fue tuya. Y a pesar de todo esto, seguiste.
Tu ambición superaba límites; buscabas extender tu poderío en toda Asia, llegar al fin del mundo y conocer el Gran Mar Exterior, del que tanto te había hablado Aristóteles. Te pedían que te detengas, más de uno de tus soldados querían volver a sus ciudades, con sus familias y amantes. Llegaste hasta la India, hasta la región de Punjab. Incluso hiciste planes para partir hacia el este y terminar de conquistar Asia. A veces tenía ganas de gritarte, te vanagloriabas de tu supremacía, pero tenías que darte cuenta… ¿acaso no notabas que nos íbamos cansando? 
Como todo rey, buscabas ser grande; adorabas ser comparado con tu héroe, Aquiles. Deseaste superarlo, te convertiste en Alejandro Magno. Lo venerabas, como demostraste en Troya, con los sacrificios en los altares de los héroes de la Ilíada, acompañado por el fiel Hefestión, cuyo honramiento fue a Patroclo.
Y tal como Patroclo fue para Aquiles, Hefestión fue tu persona más querida. Él, tu amigo de la infancia, en quién confiabas con los ojos cerrados, la única persona a la que nunca podías derrotar. Quizás sea la única persona a la que amabas por sobre todo, aún más que a tus mujeres y amantes, aún más que a tu madre, aún más que a todo tu ejercito y subordinados. Porque tratabas a todos igual, con amabilidad carismática, te ganabas así a tu pueblo, con tu sensibilidad. Pero Hefestión siempre ganaba. Lo amabas.
Te casaste con Roxana, princesa de Bactriana, una mujer perteneciente al conquistado Imperio Persa. Después de un tiempo, lograste al fin concebir un heredero, el que tanto deseaba tu madre. Estateira también fue tu esposa, la hija de Darío III, enemigo tuyo, traicionado y asesinado por sus propios nobles luego de sus derrotas a favor tuyo. La hija de Oco, Parysatis, fue la última de tus cónyuges.  Heracles, nacido del vientre de Barsine, tu concubina. Todos opacados frente a la parte de tu corazón que abarcaba Hefestión.
Enfadabas hasta casi reventar cuando veías cómo una cortesana le coqueteaba abiertamente. Perduró bastante tiempo tu mal humor cuando lo descubriste en su lecho con una mujer de la que no te molestaste en averiguar ni siquiera su nombre, preferiste practicar por horas con tu espada y estudiar distintas estratagemas para la siguiente lucha… pero, ¿qué esperabas? Hefestión era un hombre también, por más que todos nos dábamos cuenta de que te correspondía, él también tenía apetito por saciar, al igual que tú.
Aunque nunca fui lo suficientemente curioso como para saber si alguna vez te acostaste con Hefestión, o no.
Tú, además de tus esposas, intimabas con Bagoas, aquel eunuco persa, al que volviste tuyo al igual que Darío lo hizo anteriormente. 
En su momento reflexioné; fuiste como todo gran rey y emperador: tuviste tu reino, conquistaste otros y conformaste un gran imperio, te adueñaste de todo el Imperio Persa, derrocaste a Darío III, Babilonia estuvo bajo tu mando con toda su hermosura, te comprometiste en matrimonio con una de sus hijas, y compartiste tu lecho con el mismo amante. Incluso lo besabas en público, en los banquetes, a pedido de tus súbditos. ¿Y recuerdas que, antes de partir a continuar nuestra lucha hacía el Oriente, nos ordenaste que le rindiéramos honores? Presentarles regalos. De mi parte obtuvo la más fina túnica con broches de oro; Roxana aprovechó el ser mujer y tu reina a la vez y ahuyentó cada insinuación en la que el nombre Bagoas aparezca, Hefestión le entregó un simple y fabuloso collar de oro con el pesar reflejados en sus ojos. ¿Te diste cuenta, o no?
Casi olvido el momento en que lo nombraste trierarca, le permitiste así supervisar y financiar la construcción de los barcos que nos devolverían a casa. Yo pensé por unos momentos que no faltaría mucho para volver…
Luego partieron hacia India, a una tierra desconocida para muchos, en la que los aliados eran difíciles de hallar. Fueron furiosas batallas las peleadas, y en una de ellas casi falleces, al igual que tu amigo Hefestión; en ese momento te resignaste y regresaste por petitorio de la mayoría, y sabiendo que para tu bienestar y el de todos era mejor volver a un lugar conocido, donde nadie cuestione tu autoridad y el pueblo descanse. 
A tu regreso, en Babilonia, tu corazón dejó de palpitar con el dulce gusto del vino. A tus treinta y dos años, falleciste fuera de tu Macedonia natal, sin conocer a Alejandro IV, hijo legitimo tuyo y de Roxana, quien dio a luz seis meses después de que cerraras definitivamente tus ojos. Él junto con su madre fueron asesinados por orden de Cassandro, tu ambicioso sucesor. Y definitivamente, tu reino se dividió entre tus mayores generales. Y lo más curioso de todo, fue que moriste poco tiempo después que tu fiel amigo y comandante de caballería, Hefestión.
Y todo esto me lo contó Ptolomeo. Sí, me lo contó él, ¿y sabes por qué? Por supuesto que sí. Él se lo contó a mi tumba. ¿Notas el rencor que destilo? Ocurrió en uno de esos tantos banquetes que se solían dar, uno en el que tuve la complacencia de no verte vestido con el atuendo plateado de Atenea, en el que te vanagloriabas pretendiendo ser adorado como un dios, un hipócrita dios.
Asegurabas ser mejor rey que el difunto Filipo II, tu padre y antecesor. Pero yo te acallé, contándote la realidad. Se lo debes todo a tu padre. Él te legó esas tierras, su enseñanza, él te regaló a Bucéfalo, él procuró convertirte en el mejor monarca. ¿Y cómo se lo pagaron? Siendo asesinado a manos de Pausanias, aquél estúpido capitán de su propia guardia que bajo el mando de Olimpia, tu venenosa madre, le clavó una daga en una ceremonia. Y así se aseguró tu sucesión al poder, dejando de lado a tu recién nacido hermanastro, totalmente macedonio, y no mestizo como tú.
Y no sólo eso, te hice recordar la batalla de Gránico, donde hubieses perecido de no ser por mí. Allí casi mueres de un ataque por la espalda sino fuese que yo derribé con mi manchado sable a ese sucio persa.
Me apartaron de ahí, en el momento en que buscabas desesperadamente tu espada, pero te la ocultaron. ¿Tanto te molesta la verdad? Aunque volví, y descargué mi indignación repitiendo un verso conocido, “Que perversa costumbre han introducido los griegos”; y de seguro dio vueltas en tu cabeza por horas el dicho de Eurípides. Un gruñido tuyo de furia salió abiertamente y robándole la lanza a uno de los guardias, me clavaste la punta en mi estómago, atravesando y desgarrando mi piel como simple tela, irrumpiendo en mis órganos…
La última imagen que mis ojos llegaron a captar fue tu rostro durante tu arrebato, sudado, con las cejas fruncidas pronunciadamente, con la ira reflejándose en tus ojos.
Me mataste, Alejandro.
Mataste a uno de tus pocos amigos, a un fiel general que te servía a ti, a tu padre, con más de treinta años de servicio. Mi cuerpo yació en tierra conquistada, fui enterrado en un lugar desconocido para mí, lejos de mi Macedonia. Ambos estábamos ebrios, pero sabes lo que se dice, ¿no? Los borrachos siempre dicen la verdad.
Hefestión me visitó. Vino al día siguiente de mi sepultura. Habló de que, a pesar de no ser grandes amigos, lamentaba mi pérdida. Comentó que estabas destrozado, desesperado por regresar el tiempo atrás y evitar mi matanza. Dijo que intentaría sacarte de ese encierro en el que te habías infligido. Trataría de evitar un nuevo intento suicida de tu parte. No me interesaba.
Ptolomeo continuó contándome, aunque no se lo relató a mi tumba. Entonces me enteré de cómo estuviste al borde de la muerte en batalla, a la cual fuiste acompañado de tu inseparable Bucéfalo, aquel caballo que tu padre te regaló cuando de chico lograste dominarlo con facilidad, a diferencia de los demás, únicamente enseñándole a no temerle a su sombra y mirar siempre hacía arriba; qué arrogante. Y fue Bucéfalo quien sufrió la muerte a manos de tus enemigos.
Y ya has muerto. Ahora eres un héroe para los griegos y un rey épico para la historia… especialmente para quienes no te conocieron.

3 comentarios:

  1. Como ya te dije por FB, amé totalmente cada palabra que leí (y las leí todas xD)
    ¡Por favor sigue escribiendo sobre este fandom, que acá tienes tu lectora segura!

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    1. ¡Yay~! Gracias, linda <3 ¡Me das aún más ganas de escribir nuevamente de ellos!

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  2. Quien habla es Clito el negro. Wow!! eso es genial, nunca habían hecho un fanfic sobre él, su versión de los hechos es indispensable y lo plasmaste magistralmente. Me encanta ese hombre, en la peli de Alexander se ve muy guapo y no me gusto que muriera de esa forma. él se merecía morir en batalla y no vilmente asesinado por el borracho de Alejandro. Pero bueno, así sucedieron las cosas. Hermoso relato y gracias x compartir.

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