Título: Relato de un caído
Resumen: "Más de una vez no te comprendo, Alejandro." Unas palabras por parte de Clito hacia el Gran Rey.
Categoría: General, (Minor Slash - Hetero)
Rating: 9+
Más de una vez no te comprendo, Alejandro.
Tampoco lo intento.
Eres hijo de Filipo II, tenías a casi toda
Grecia a tu mando, habías heredado Macedonia y les demostraste tu fuerza. Eres
Alejandro, Hegemon de Grecia. Quisiste conquistar el Imperio Persa, y lo
conseguiste. Te proclamaste Hijo de Amón en Egipto, y ellos te aceptaron con
ese nombre reservado únicamente para los faraones. Fundaste setenta ciudades y
casi cincuenta de ellas bajo el nombre de Alejandría. Babilonia fue tuya. Y a
pesar de todo esto, seguiste.
Tu ambición superaba límites; buscabas
extender tu poderío en toda Asia, llegar al fin del mundo y conocer el Gran Mar
Exterior, del que tanto te había hablado Aristóteles. Te pedían que te detengas, más de
uno de tus soldados querían volver a sus ciudades, con sus familias y amantes.
Llegaste hasta la India, hasta la región de Punjab. Incluso hiciste planes para
partir hacia el este y terminar de conquistar Asia. A veces tenía ganas de
gritarte, te vanagloriabas de tu supremacía, pero tenías que darte cuenta… ¿acaso
no notabas que nos íbamos cansando?
Como todo rey, buscabas ser grande;
adorabas ser comparado con tu héroe, Aquiles. Deseaste superarlo, te
convertiste en Alejandro Magno. Lo venerabas, como demostraste en Troya, con
los sacrificios en los altares de los héroes de la Ilíada, acompañado por el
fiel Hefestión, cuyo honramiento fue a Patroclo.
Y tal como Patroclo fue para Aquiles,
Hefestión fue tu persona más querida. Él, tu amigo de la infancia, en quién
confiabas con los ojos cerrados, la única persona a la que nunca podías
derrotar. Quizás sea la única persona a la que amabas por sobre todo, aún más
que a tus mujeres y amantes, aún más que a tu madre, aún más que a todo tu
ejercito y subordinados. Porque tratabas a todos igual, con amabilidad carismática,
te ganabas así a tu pueblo, con tu sensibilidad. Pero Hefestión siempre ganaba.
Lo amabas.
Te casaste con Roxana, princesa de
Bactriana, una mujer perteneciente al conquistado Imperio Persa. Después de un
tiempo, lograste al fin concebir un heredero, el que tanto deseaba tu madre.
Estateira también fue tu esposa, la hija de Darío III, enemigo tuyo,
traicionado y asesinado por sus propios nobles luego de sus derrotas a favor
tuyo. La hija de Oco, Parysatis, fue la última
de tus cónyuges. Heracles, nacido del
vientre de Barsine, tu concubina. Todos opacados frente a la parte de tu corazón
que abarcaba Hefestión.
Enfadabas hasta casi reventar cuando veías
cómo una cortesana le coqueteaba abiertamente. Perduró bastante tiempo tu mal
humor cuando lo descubriste en su lecho con una mujer de la que no te
molestaste en averiguar ni siquiera su nombre, preferiste practicar por horas
con tu espada y estudiar distintas estratagemas para la siguiente lucha… pero, ¿qué
esperabas? Hefestión era un hombre también, por más que todos nos dábamos cuenta
de que te correspondía, él también tenía apetito por saciar, al igual que tú.
Aunque nunca fui lo suficientemente curioso
como para saber si alguna vez te acostaste con Hefestión, o no.
Tú, además de tus esposas, intimabas con
Bagoas, aquel eunuco persa, al que volviste tuyo al igual que Darío lo hizo
anteriormente.
En su momento reflexioné;
fuiste como todo gran rey y emperador: tuviste tu reino, conquistaste otros y
conformaste un gran imperio, te adueñaste de todo el Imperio Persa, derrocaste
a Darío III, Babilonia estuvo bajo tu mando con toda su hermosura, te
comprometiste en matrimonio con una de sus hijas, y compartiste tu lecho con el
mismo amante. Incluso lo besabas en público, en los banquetes, a pedido de tus
súbditos. ¿Y recuerdas que, antes de partir a continuar nuestra lucha hacía el
Oriente, nos ordenaste que le rindiéramos honores? Presentarles regalos. De mi parte obtuvo la más fina túnica con broches de oro; Roxana aprovechó
el ser mujer y tu reina a la vez y ahuyentó cada insinuación en la que el
nombre Bagoas aparezca, Hefestión le entregó un simple y fabuloso collar de oro
con el pesar reflejados en sus ojos. ¿Te diste cuenta, o no?
Casi olvido el momento en que lo nombraste
trierarca, le permitiste así supervisar y financiar la construcción de los barcos
que nos devolverían a casa. Yo pensé por unos momentos que no faltaría mucho
para volver…
Luego partieron hacia India, a una tierra
desconocida para muchos, en la que los aliados eran difíciles de hallar. Fueron
furiosas batallas las peleadas, y en una de ellas casi falleces, al igual que
tu amigo Hefestión; en ese momento te resignaste y regresaste por petitorio de la
mayoría, y sabiendo que para tu bienestar y el de todos era mejor volver a un
lugar conocido, donde nadie cuestione tu autoridad y el pueblo descanse.
A tu regreso, en Babilonia, tu corazón dejó de palpitar con el dulce gusto del vino. A tus treinta y dos años, falleciste fuera
de tu Macedonia natal, sin conocer a Alejandro IV, hijo legitimo tuyo y de
Roxana, quien dio a luz seis meses después de que cerraras definitivamente tus
ojos. Él junto con su madre fueron
asesinados por orden de Cassandro, tu ambicioso sucesor. Y definitivamente, tu
reino se dividió entre tus mayores generales. Y lo más curioso de todo, fue que
moriste poco tiempo después que tu fiel amigo y comandante de caballería,
Hefestión.
Y todo esto me lo contó Ptolomeo. Sí, me lo
contó él, ¿y sabes por qué? Por supuesto que sí. Él se lo contó a mi tumba. ¿Notas
el rencor que destilo? Ocurrió en uno de esos tantos banquetes que se solían
dar, uno en el que tuve la complacencia de no verte vestido con el atuendo
plateado de Atenea, en el que te vanagloriabas pretendiendo ser adorado como un
dios, un hipócrita dios.
Asegurabas ser mejor rey que el difunto
Filipo II, tu padre y antecesor. Pero yo te acallé, contándote la realidad.
Se lo debes todo a tu padre. Él te legó esas tierras, su enseñanza, él te
regaló a Bucéfalo, él procuró convertirte en el mejor monarca. ¿Y cómo se lo
pagaron? Siendo asesinado a manos de Pausanias, aquél estúpido capitán de su
propia guardia que bajo el mando de Olimpia, tu venenosa madre, le clavó una
daga en una ceremonia. Y así se aseguró tu sucesión al poder, dejando de lado a
tu recién nacido hermanastro, totalmente macedonio, y no mestizo como tú.
Y no sólo eso, te hice recordar la
batalla de Gránico, donde hubieses perecido de no ser por mí. Allí casi
mueres de un ataque por la espalda sino fuese que yo derribé con mi manchado
sable a ese sucio persa.
Me apartaron de ahí, en el momento en que
buscabas desesperadamente tu espada, pero te la ocultaron. ¿Tanto te molesta la
verdad? Aunque volví, y descargué mi indignación repitiendo un verso conocido, “Que
perversa costumbre han introducido los griegos”; y de seguro dio vueltas en
tu cabeza por horas el dicho de Eurípides. Un gruñido tuyo de furia salió
abiertamente y robándole la lanza a uno de los guardias, me clavaste la punta
en mi estómago, atravesando y desgarrando mi piel como simple tela, irrumpiendo
en mis órganos…
La última imagen que mis ojos llegaron a
captar fue tu rostro durante tu arrebato, sudado, con las cejas fruncidas
pronunciadamente, con la ira reflejándose en tus ojos.
Me mataste, Alejandro.
Mataste a uno de tus pocos amigos, a un
fiel general que te servía a ti, a tu padre, con más de treinta años de servicio.
Mi cuerpo yació en tierra conquistada, fui enterrado en un lugar desconocido
para mí, lejos de mi Macedonia. Ambos estábamos ebrios, pero sabes lo que se
dice, ¿no? Los borrachos siempre dicen la verdad.
Hefestión me visitó. Vino al día siguiente
de mi sepultura. Habló de que, a pesar de no ser grandes amigos, lamentaba mi
pérdida. Comentó que estabas destrozado, desesperado por regresar el tiempo atrás
y evitar mi matanza. Dijo que intentaría sacarte de ese encierro en el que te
habías infligido. Trataría de evitar un nuevo intento suicida de tu parte. No
me interesaba.
Ptolomeo continuó contándome, aunque no se
lo relató a mi tumba. Entonces me enteré de cómo estuviste al borde de la
muerte en batalla, a la cual fuiste acompañado de tu inseparable Bucéfalo,
aquel caballo que tu padre te regaló cuando de chico lograste dominarlo con
facilidad, a diferencia de los demás, únicamente enseñándole a no temerle a su
sombra y mirar siempre hacía arriba; qué arrogante. Y fue Bucéfalo quien sufrió
la muerte a manos de tus enemigos.
Y ya has muerto. Ahora eres un héroe para
los griegos y un rey épico para la historia… especialmente para quienes no te
conocieron.
Como ya te dije por FB, amé totalmente cada palabra que leí (y las leí todas xD)
ResponderEliminar¡Por favor sigue escribiendo sobre este fandom, que acá tienes tu lectora segura!
¡Yay~! Gracias, linda <3 ¡Me das aún más ganas de escribir nuevamente de ellos!
EliminarQuien habla es Clito el negro. Wow!! eso es genial, nunca habían hecho un fanfic sobre él, su versión de los hechos es indispensable y lo plasmaste magistralmente. Me encanta ese hombre, en la peli de Alexander se ve muy guapo y no me gusto que muriera de esa forma. él se merecía morir en batalla y no vilmente asesinado por el borracho de Alejandro. Pero bueno, así sucedieron las cosas. Hermoso relato y gracias x compartir.
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