Título: ¿Sólo mis lentes de sol?
Resumen: —¿Sólo mis lentes de sol? No mientas, Bill.
—Yo no miento.
Bill lo hacía. Y Tom estaba dispuesto a probarlo.
Categoría: Slash
Advertencia: Incesto
Rating: 13+
Nota: Basado en la entrevista de Dean y Dan (Dsquared) a Bill y Tom.
—Si habría una cosa que pudieran robar del guardarropa del otro, ¿qué
sería?
—Sería… tus lentes de sol.
—¿Mis lentes de sol?
Apenas la cámara se alejó
de ellos y los gemelos diseñadores se apartaron momentáneamente, Tom alzó una
ceja, incrédulo, hacia su hermano.
—¿Sólo mis lentes de sol?
No mientas, Bill.
Su hermano lo miró
ofendido.
—Yo no miento.
—Mentiste hace dos
minutos.
—Que no —contestó
tozudamente.
Tom decidió dejarlo
pasar, no era cuestión de hacer un escándalo en una fiesta privada y televisada
por una nimiedad. No obstante, se prometió a sí mismo enlistar las veces en que
Bill profanaba su ropa.
Tom tembló violentamente
cuando finalmente cerró la puerta de la casa. Afuera hacia un frío de los mil
demonios y comprobó fastidiado que adentro no estaba muy diferente. En algún
momento a lo largo de la mañana se había descompuesto el calefactor y la
temperatura fue descendiendo grado a grado hasta el punto de no poder quitarse
la chaqueta.
—¡Bill! ¿Dónde estás?
¿Llamaste al técnico?
El silencio se hizo
presente por varios segundos en los que llegó a pensar que su hermano no
estaría en casa. Finalmente, un ruido lo delató en la cocina.
Bill estaba parado frente
a las hornallas, revolviendo con un cucharón una cacerola humeante. Llevaba
puesto el casi mismo conjunto con el que había salido en la mañana a la
discográfica: unos jeans oscuros, una polera de cuello alto, botas y mitones de
lana; y un abrigo tres tallas más grande que le finalizaba a mitad de la
pierna. Su abrigo. Su hermano tenía
las mangas un poco arremangadas, el cierre casi completamente cerrado y la
capucha descansando sobre su cabeza.
Tom sonrió ladinamente.
Así que su hermano había robado su chaqueta…
—¿Qué haces? —cuestionó,
mientras palpaba sus bolsillos en busca de su celular.
Bill lo miró y lo saludó
con un asentimiento, sin dejar de revolver la cacerola.
—Sopa —le contestó y
luego vio extrañado cómo Tom anteponía su celular a su rostro con una
sonrisilla y con una clara expresión de concentración. Al ver que la sonrisa se
acentuaba, alzó una ceja—. ¿Tú qué haces?
—Inmortalizo este momento
—contestó jocoso mientras le mostraba de lejos la foto.
—Ni que nunca cocinara
—Bill siseó con el ceño fruncido. Luego miró de reojo el paquete abierto a su
lado y agregó en un murmullo para sí mismo—, o agregara agua a una sopa en
polvo.
Tom se echó a reír, sin
explicar sus verdaderas razones. Ante esto, Bill chasqueó la lengua y le ordenó
que busque la vajilla y ponga la mesa como
se debe. Tom, de buen humor, agregó unas velas aromáticas que les habían
regalado como decoración.
Tanto Bill como Tom
tenían la particularidad de no ser un desastre por completo ni ser obsesivos
con la limpieza. También, tenían la peculiaridad de adorar a sus mascotas e
intentar mimarlas en todo momento.
Por ende, cuando el día
acordado para limpiar el trastero —cuya necesidad de volver a ser un lugar
higiénico y respirable se había vuelto notoria— coincidió con la demanda ineludible
por parte de sus perros por salir a dar un paseo, Tom y Bill se vieron en una encrucijada.
Como buenos hermanos y jóvenes adultos que son, lo resolvieron con un sencillo
método.
—¡Sí! ¡Piedra le gana a
tijeras! —exclamó Tom con regocijo mientras agarraba satisfecho las correas de
sus perros, que bullían a su alrededor de la emoción.
Al notar la mirada de
frustración que Bill le otorgaba, se le acercó y le plantó un beso en la
mejilla con la promesa de que daría un paseo rápido y que volvería a ayudarlo a
limpiar.
—No prometas lo que no
vas a cumplir —gruñó Bill y le golpeó en su cabeza trenzada.
Tom quiso mostrarse
ofendido pero el brillo de diversión en sus ojos lo traicionó. Así que salió de
la casa con las correas de los perros repartidas entre sus dos manos y una
sonrisa victoriosa. Había evitado ese trastero por nueve meses, y planeaba
hacerlo por nueve más.
Al principio caminaba con
parsimonia, admirando el paisaje citadino y disfrutando de pensar
tranquilamente lo que primero se le viniera a la cabeza. Música, su hermano,
autos, chicas, perros, su madre, las compras, su celular. Irremediablemente, se
aburrió. Los perros habían dejado de intentar adelantarse para husmear y ahora
caminaban a la par suya, deteniéndose ocasionalmente a marcar territorio en los
árboles. Miró su reloj y se dio cuenta de que habían pasado treinta y dos
minutos desde que salió de la casa y ya estaba emprendiendo el camino de
regreso. Se sonrió rememorando el estado en que se hallaba el trastero; Bill no
podría haber terminado ya. Es más, apostaba a que apenas había avanzado,
considerando lo odioso que su hermano hallaba al acto de limpiar por
obligación.
Decidió cumplir su
promesa y ayudarlo, comprando antes varios paquetes de skittles para disfrutar
mientras limpiaran o cuando terminaran. En paz consigo mismo por su alma
caritativa y bondadosa para con su hermano, entró en la casa y soltó a los
perros que se dispersaron por los rincones, ya sea a comer o descansar.
Desconfió ligeramente
cuando fue a su habitación a cambiarse la ropa por una más hogareña y apta para
ensuciarse, y se encontró con su armario apenas entreabierto. Por dentro, los
pantalones estaban un poco revueltos y la pila de sus antiguas gorras,
desestabilizada.
—Hey, Bill —lo llamó al
entrar al trastero, colocándose un pañuelo como bandana para proteger a sus
trenzas del polvo—. Compré unos skittles para…
Se calló al notar que su
hermano estaba arrodillado en la mitad de la habitación, portando una de sus
gorras con la visera hacia atrás y un pantalón que le quedaba sospechosamente
grande.
—Bill, ¿acaso ese
pantalón y esa gorra son míos? —preguntó sin necesidad de saber la respuesta.
El nombrado lo observó
vacilante y finalmente asintió, remarcando lo obvio. Tom tensó la mandíbula y
arrugó la frente; ante esto Bill se levantó inmediatamente, como impulsado por
un resorte.
—Son cosas que ya no te
pones, Tomi… —intentó defenderse—. Desde que tienes trenzas que no usas más
gorras.
—Aún así, son mis gorras,
Bill. ¡Adoro mis gorras! ¡Y estás usando una blanca para limpiar este sucio
chiquero! —Tom contempló como su hermano arrastraba lentamente una mano
hacia arriba, su orgullo y su sentido de la justicia batallando en si debía o
no sacarse la gorra—. ¡Y mi pantalón! ¡Era un jean claro, celeste o como sea, y
ahora es… color mugre!
—¡Son cosas viejas,
maldición!
—¡Pero son mis putas cosas viejas! ¡No tenías por
qué sacarlas, usarlas y ensuciarlas!
—Mierda, Tom. ¡Las lavas
y listo!
—¡Ese no es el maldito
punto, Bill!
—¡Y entonces, ¿cuál es?!
Los ojos de ambos
chispeaban del enfado y sus manos se habían ido cerrando hasta convertirse en
puños. El ambiente se había vuelto tenso y ni las motas de polvo podían desviar
la atención de los movimientos del otro. Idénticas expresiones frías y duras
como el acero estaban ensambladas en sus rostros.
—¡Que no valoras ni
respetas mi puta mierda, mis endemoniadas cosas! —vociferó Tom y velozmente se
marchó de la habitación, encerrando a Bill allí adentro de un portazo. Porque
si no, lo juraba, habría asfixiado los testículos de su propio hermano con sus
propios pantalones sucios.
Como venganza, se comió
los skittles él solo hasta quedarse dormido.
Al otro día,
cuando despertó, se encontró con el desayuno preparado y su pantalón y su gorra
lavados, descansando a un lado de la taza de café.
Su madre, Simone, había
llamado para hablar con ambos como acostumbraba a hacer, por lo que Bill había
colocado el altavoz. Ella cuestionó por sus vidas y ambos le explicaron
nuevamente que estaban en un pequeño período de descanso antes de lanzarse de
lleno a una nueva gira de conciertos. Entonces, ella comentó, fingiendo casualidad,
que Gordon iba a estar de viaje por unos días y que estaría sola.
Ambos gemelos sonrieron
cálidamente, divertidos.
—Nos encantará ir a
hacerte compañía unos días, mamá —anunció Bill, complaciente, y ambos oyeron
alegres como Simone ahogaba un chillido de emoción y les recomendaba ser
cuidadosos en la ruta y tratar de llegar antes de que anochezca. Tom se guardó
su sarcasmo y se despidió de su madre al mismo tiempo que Bill, para poder ir a
hacer los bolsos.
Tras unas horas en las
que medió el empaque, una breve argumentación sobre si debían llevar a los
perros o dejarlos con suficiente comida y agua por dos días, una rápida y
candorosa ducha compartida y un «no
encuentro mi pijama, ¡¿dónde está mi maldito pijama?!» por parte de Bill; partieron
hacia Loitsche en el auto de Tom.
Simone los recibió con un
cálido abrazo a cada uno y les preparó una deliciosa comida casera, adaptada a
la nueva dieta vegetariana de sus hijos. Charlando y riendo alegremente de
variadas anécdotas, Bill y Tom se sintieron satisfechos por ver a su madre
feliz.
—¿Y qué han estado
haciendo estos días? —preguntó curiosa.
—Oh, no mucho —contestó
Bill tentativamente, mientras se ingeniaba una respuesta que sea cierta pero
que no los delate—, ya sabes, má, descansar. Sí, descansamos mucho —a su lado,
su hermano le daba la razón con leves asentimientos. Bill miró con odio las
coles de Bruselas en su plato que su madre aún se empeñaba en cocinarles por
unos segundos hasta que su rostro se iluminó—. ¡Y limpiamos el trastero!
Tom eligió no objetar
nada ni corregirlo cuando vio que Simone sonreía con orgullo.
—¡Que bueno, chicos! Me
refiero a que lo hayan hecho ambos, sin haber contratado a nadie más…
Aturdido, Bill dejó caer
el tenedor.
—¿Por qué no se nos
ocurrió eso? ¡Santo lío nos habríamos ahorrado!
Su madre sonrió divertida
al ver nuevamente el dramatismo con el que su hijo menor actuaba. Sonrisa que
acrecentó cuando Tom le respondió levantando los hombros, fingiendo
indiferencia.
—Bueno, ya que son más
adultos y responsables, sabrán entender que no tuve tiempo para limpiar… —Bill
la miró extrañado; la casa estaba impecable, tal
cómo ellos siempre la recordaban. Siendo la confusión notoria en los rostros de
ambos, Simone se explicó con notas de vergüenza y pena en su voz—. Es que hay
nuevos cuadros e instrumentos, y como con Gordon no teníamos dónde ponerlos…
usamos la habitación de Tom provisoriamente —el nombrado se quedó estático de
la sorpresa por un segundo, mientras su hermano emitía un sonido de mofa—. No
es por nada, cariño, pero es la que está más cerca de la escalera y… juro que
para mañana quito todo…
—Está bien, má —Tom
aceptó comprensivo. Luego miró a su hermano y le guiñó un ojo, burlón—. Duermo
con Bill por hoy, y si me patea lo mando al sillón.
Bill lo miró teatralmente
ofendido, negando patear dormido y alegando que era su habitación, así que él mandaba en la cama. Ignorante del doble
sentido que encerraban las palabras de su hijo menor y del sonrojo en los rostros
de ambos, Simone intervino.
—Pero, Tom, hijo, ¿no sería
incómodo dormir los dos juntos? Si quieres puedes dormir conmigo, en el lugar
de Gordon.
Tom tembló ligeramente al
imaginarse a sí mismo reemplazando a su padrastro. Para él, sería mucho más
incómodo dormir con su madre que con Bill. Después de todo, con éste había
compartido cama ciento de veces.
—Nah, sobreviviré.
Como réplica Bill le sacó
la lengua y se retiró alegando cansancio, dejando a su madre y a su hermano
lavando la vajilla. Tom disfrutó del tiempo a solas con Simone, charlando
animadamente con ella y enterándose de los chismes del pueblo, por más que no
le interesara en lo absoluto. También agotó su cuota de quejas sobre su
hermano, en su mayoría estupideces y nimiedades a las que su madre estaba
habituada a oír. Se despidió de ella con un «Buenas noches» y tomó su bolso —que
había abandonado en la sala al llegar— para luego dirigirse escaleras arriba
hacia la antigua habitación de Bill, donde casi todo permanecía igual que años
atrás. Los mismos muebles, el mismo tapizado e incluso aún se percibía, aunque
en menor medida, el mismo olorcillo a laca para el pelo.
Pero no era el mismo Bill
el que estaba durmiendo.
No, éste era un Bill más
largo y exiguamente más ancho, con rasgos más marcados y el cabello un poco más
crecido que cuando tenía quince años, descansando profundamente; su cuerpo
estirado diagonalmente, ocupando la mayoría de la cama. Encontró la imagen de
su hermano, con mechones de cabellos salpicados sobre su rostro y con un pijama
extraño, demasiado pacífica y al mismo tiempo excitante como para dejarlo
pasar. Sacó su teléfono celular y tomó varias fotografías desde diversos
ángulos, recayendo entonces en lo que su madre había querido decir. Con “incómodo” no se refería absolutamente al
hecho de dos hermanos adultos compartiendo cama, sino a que ambos no cabrían en
el mobiliario.
Pensó que bien podría
empujar a Bill, acomodarse lo más próximo a él posible y dormir abrazándolo,
como tantas otras noches. Pero también consideró que estaban en la casa de su
madre y que ésta podría ingresar en cualquier momento… y no quería saber qué
pasaría. Además, Bill se veía demasiado tierno como para despertarlo.
Tom bajó nuevamente a la
sala, llevándose consigo varias frazadas, y antes de rendirse al sueño admiró
las artísticas fotos de su hermano en los brazos de Morfeo. Y se dio cuenta de
que el extraño pijama no era más que
una camiseta roja de su propiedad, que en Bill parecía un camisón.
Cayó dormido con una
sonrisa victoriosa dibujada en su rostro.
Está bien, Tom admitía
que ir a por un café vienés para saciar su antojo había sido su culpa; que los
hayan reconocido cuando la tormenta explotó en todo su esplendor, no. Además,
en su defensa, Bill no había sido obligado a acompañarlo.
La situación se dio
cuando salían de la cafetería, gotitas de agua apenas chispeando del cielo, y
en el camino hacia el auto un grupo de chicas los reconocieron e inmediatamente
los rodearon. Lluvia tan fuerte como un monzón se desató cuando estaban
firmando autógrafos. Tardaron un poco, pero finalmente lograron llegar al auto,
inevitablemente empapados.
Bill hizo un puchero, molesto,
y permitió que su hermano manejara mientras se quejaba de que no sólo su ropa
sino que ahora también su auto estaba mojado. Tom oyó el monólogo, concentrándose en conducir bajo el temporal.
—Tom. Tom.
El nombrado emitió un
sonido en señal de que lo estaba escuchando, sin apartar su vista del frente.
—¡Tom! —gritó Bill,
dándole al mismo tiempo un golpe en el hombro.
—¿Qué?
Tom lo miró velozmente y
notó que sostenía su celular con una sonrisa traviesa.
—¿Es cierto que guardas
tus viejas rastas en el congelador? ¿Y que te pajeas con tus guitarras? ¿Y que
vendiste un condón usado en Internet? —cuestionó Bill, imitando exageradamente
a una fanática, conteniendo a duras penas la risa.
Él, en cambio, carcajeó
divertido mientras aparcaba. Volvieron a correr bajo la tormenta, esta vez
hacia la casa, y mientras él abría la puerta, Bill no dejaba de filmar.
—¡Ahora estamos entrando
en la residencia de los gemelos de Tokio Hotel! —continuaba imitando con
chillidos intercalados entre sus palabras—. ¡Y Tom Kaulitz hará un strip-tease!
—exclamó agudamente en cuanto su hermano se quitó el empapado abrigo.
El nombrado alzó una
ceja, entre incrédulo y divertido.
—Oh, vamos, Tomi. ¡Dale!
Éste accedió al ver la
lascivia con la que Bill se mordía el labio inferior y que se desbordaba de su
mirada. Se quitó prenda a prenda con lentitud, observando de reojo a su gemelo.
Sólo le quedaba su bóxer cuando un suspiro se oyó.
—Tom… —murmuró
suavemente—. Que suerte que no eres un mal guitarrista.
Él frunció el ceño,
ofendido.
—¿Ah, sí? ¿Acaso tú
puedes hacerlo mejor?
—Por supuesto —aceptó
desafiante. Le entregó el celular a su hermano, quien se acomodó en el sillón y
mantuvo en alto el teléfono, sin detener la grabación.
Bill se quitó la ropa con
parsimonia, haciendo hincapié en sus movimientos sensuales; el raspar de la
tela con la piel, el cuello largo y el torso mojado. Se desabrochó el pantalón
y se lo bajó, luego jugó con la cinturilla del bóxer, acariciando esa estrella
tatuada en ese lugar tan estratégico…
Esperen.
Aquél pedazo de tela era
blanco y tenía una marca roja.
—Bill, ¿ese es mi bóxer?
Su gemelo se sonrojó.
—Ehm, sí —contestó
avergonzado.
Las cejas de Tom no
llegaron a juntarse que Bill agregó:
—Y lo que está adentro
también es tuyo.
A la mierda la filmación.
Atrajo a Bill hacia sí, tumbándolo
con él en el sillón y atacando ferozmente sus labios.
Sonrió, saboreando una
doble victoria.
Tal vez podía parecer
terco… pero Bill también lo era. Su hermano había insistido en que no usaría su
ropa, una vil mentira, por lo que él se había visto obligado a refutarlo.
Esa es la razón por la que
se encontró hoy sentado en el sillón, con la laptop abierta frente a él y con
el vídeo cargado. Y las municiones listas para la batalla.
—¡Bill!
Minuto después, el
nombrado arribó en la sala. Claramente, había estado escribiendo alguna
canción, ya que su cabello estaba revuelto de tanto rascárselo y sus dedos
estaban manchados de tinta. Y porque gruñó algo que sonó como un «¿Qué quieres?». Pensó que quizás debería
reconsiderar el momento de dar luz a la verdad, pero finalmente no se amedrentó
y buscó tranquilizar a la bestia con un dulce beso. En el momento en que Bill
jadeó, Tom supo que lo había logrado y se dio luz verde para continuar.
—¿Recuerdas que, en
Milán, Dean y Dan nos hicieron una entrevista? —Bill arrugó por un segundo la
frente, rememorando, y finalmente asintió—. Pues la subieron.
El rostro de su gemelo se
iluminó y demandó que la reproduzca mientras se sentaba a su lado en el sillón.
Tom le hizo caso y se dedicó a contemplar las expresiones de su hermano
mientras.
—¿Qué te lleva más tiempo: elegir tu outfit o el cabello?
—Argh…
—Oh, por Dios. ¿En serio
hice ese ruido?
—Síp, incluso alguien comentó
que es un gruñido de pirata sexy —le contestó, guiñándole un ojo—. Pero eso no
es lo que quiero que veas.
Bill lo miró extrañado
por unos segundos y devolvió su atención al vídeo.
—Si habría una cosa que pudieran robar del guardarropa del otro, ¿qué
sería?
—Sería… tus lentes de sol.
—¿Mis lentes de sol?
Y stop.
Su hermano se volvió a
contemplarlo, ignorante de qué quería Tom exactamente. Éste boqueó un
“Mentiroso” que indignó a Bill.
—Sí robas mi ropa.
—No, no lo hago.
Nuevamente, la testarudez
por parte de ambos.
Tom decidió mostrarle la
evidencia para evitarse una discusión que ya sabía ganada de antemano. Buscó en
su celular la foto que había sacado en una oportunidad, de su hermano frente a
la hornalla, y se la mostró.
—Mi chaqueta.
Bill observó la
fotografía con el ceño fruncido, intentando recordar exactamente qué día fue.
—No andaba el calefactor
y hacia mucho frío ese día… y tu chaqueta abrigaba más que una manta —se
defendió.
Tom asintió, otorgándole
la razón en eso, y pasó a la siguiente foto. Bill se vio a sí mismo dormitando
con los labios entreabiertos en una cama demasiado chica como para ser la suya
actual. Entonces reconoció el tapizado de su habitación en la casa de su madre.
—Mi camiseta.
Se revolvió el cabello
tintado de negro mientras se mordía el labio inferior y farfullaba que ese día
no había encontrado su pijama y que el olor de su camiseta era demasiado
delicioso. Su hermano sonrió ladinamente, complacido al haberlo escuchado.
—Mi pantalón y mi gorra,
el día que limpiaste el trastero. Aunque de eso no tengo pruebas gráficas… —continuó
exponiendo.
—¡Oh, vamos, Tom! ¡Ya te
pedí perdón por eso!
Él alzó una ceja
divertido, sin recordar ninguna disculpa verbalizada. Pero viniendo de Bill, el
que le haya lavado la ropa era mucho.
—Mi bóxer —siguió Tom
enlistando y le mostró un pedazo del vídeo que había grabado su propio hermano
dos días atrás, y que luego él lo había copiado a su propio celular—. Eso es
ser pervertido, Bibi —añadió socarronamente, jugando con el piercing en el
extremo de su labio.
La sonrisa que había
portado todo el rato se acentuó al ver el sonrojo que se expandía por las
mejillas de su hermano. No podía evitarlo, la victoria sabía tan bien. Además
era visible que Bill se debatía internamente sobre qué hacer o decir.
Tom se estiró en el
sillón y pasó un brazo por detrás de los hombros de su hermano, una carcajada
suave escapando de sus labios.
—Te parece muy divertido,
¿no? —preguntó Bill, molesto. Él sólo asintió, conocedor de que su gemelo debía
estar queriendo golpearle en la cara—. Está bien. Lo acepto —admitió después de
unos segundos, a regañadientes—, a veces uso tu ropa; pero no es como si tú no
usaras mis cosas.
—Bill, yo no uso nada tuyo.
Depositó suaves besos en
la frente arrugada de su hermano, que buscaba desesperadamente cómo
contradecirlo. Él sabía que sería el triunfador: las cosas de Bill no eran lo
suficientemente holgadas para su gusto. Su hermano refunfuñó, se revolvió en su
abrazo y le devolvió los besos en la mandíbula.
—¿Nada de nada, Tomi? —cuestionó
con voz infantil mientras sus besos daban paso a lametones a lo largo del
cuello. Tom asintió y cerró los ojos, extasiado por las sensaciones y el calor
que le producía la lengua de su gemelo en ese punto—. Entonces Tomi, ¿esa no es
mi laptop?
Tom abrió los ojos de
repente, sorprendido.
Touché.
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