Título: Mono de peluche amarillo
Resumen: La aversión de Tom hacia el color amarillo es solo comparable o superable por el cariño hacia su hermano y sus perros.
Categoría: General
Rating: 5+
Nota: One-shot para la actividad "Tokio Hotel a través de los colores" del Blog de Autores de Fanfics.
Por el simple hecho de ser hermanos gemelos, la gente tendía a pensar que ambos tenían los mismos gustos. El primer paso para echarles en cara esas suposiciones falsas, fue vestirse con estilos completamente opuestos, cada uno adaptado a la preferencia personal. El segundo fue a través de sus contundentes palabras: «Somos diferentes»; recurso que les había fallado previamente, pero que ahora era reforzado por su estética.
No era que no compartieran gustos —ir al cine, una vez a la semana como mínimo, era un placer para los dos—, solo que no compartían todos. A veces, era la emoción del otro lo que les producía placer o era la costumbre que hacía que terminen por tomarle un gustillo a lo del otro.
Un craso ejemplo era ir a algún centro comercial —sin discriminar si era edificado o a cielo abierto—: Bill podía pasar horas en las tiendas de ropa y accesorios, que Tom hacía lo propio en las de música. Se acompañaban mutuamente y les gustaba, pero no a comparación del otro; la emoción de Bill mermaba después de ver decenas de instrumentos y la de Tom cuando llegaba al punto de no distinguir entre una prenda de corte entallado a una al cuerpo.
Aunque sí había una tienda que ambos adoraban con pasión y que era un paseo obligatorio cada vez que salían de compras: la tienda de mascotas. No importaba si tuvieran poco tiempo, siempre, al menos unos minutos, eran dedicados a visitar dicho local.
Habían acordado por unanimidad no tener algún animal más —cuatro perros viviendo con ellos ya era mucho y temían no poder ser responsables de todos—, pero eso no significaba que no iban a mirar alrededor como chiquillos de ocho años. Las sonrisas se presentaban apenas veían de lejos el escaparate y la emoción fluía en torrentes una vez adentro. Un simple «¡Bill, mira este gatito!» era suficiente para que la figura larguirucha de Bill atraviese todo el lugar con tal de ver el animal.
A veces, cuando no eran cegados por la mirada tierna de algún cachorrito, discutían si era correcta la existencia de la tienda de mascotas, con tantos animales enjaulados.
«No deberían estar enjaulados», decía uno.
«Pero tendrán una mejor vida cuando los compren», le contestaba el otro, no siempre con voz firme.
«¿Y por qué no adoptan? Solo es un comercio esto.»
Mas, pronto se embobaban mirando un conejo y Bill preguntaba por qué nunca tuvieron uno.
Cuando terminaban de admirar todos y cada uno de los animales, ambos se dirigían hacia la sección de accesorios y juguetes para mascotas, donde desperdiciaban otro buen rato viendo objetos que podrían o no llevarles a sus perros. Vestidos, camisetas y disfraces; collares y petrales, y chapas para estos; camas, y colchonetas; peluches, juguetes de goma y de inteligencia, pelotas y huesos mordedores. Eran tantos que ninguno de los dos podían decidirse por solo unos pocos.
—¡Tom, mira! —gritó Bill en una de las cuantiosas ocasiones que visitaron una tienda de mascotas, mientras alzaba una camiseta rosada—. Para mi niña.
—“Diva in training” —leyó Tom y asintió conforme—. Contigo de profesor, seguro. Pero mira aquel hueso de goma, podríamos llevárselo a Luke, que ayer me mordió el asiento del auto.
—O mejor compramos dos bozales, uno para el perro y otro para su charlatán dueño —retrucó su hermano en broma. Él no alcanzó a contestarle o, al menos, levantar el dedo medio de su mano, que Bill chilló emocionado—. ¡Tom! ¡Tenemos que llevar esto!
Tom contempló el paquete que sostenía su hermano y frunció el ceño. Era un peluche que simulaba ser algún tipo de animal, un mono por lo que decía el envase, con extremidades muy largas y de color amarillo.
—¿No te gusta? —preguntó Bill inmediatamente.
—Es amarillo.
Bill se carcajeó. Siempre le había parecido divertido el profundo disgusto de Tom por el color amarillo, ya sea en la ropa o en algún objeto. Lo poseía desde que tenía memoria y jamás le había encontrado una explicación razonable —una vez Tom le había dicho que le parecía un color chillón y femenino, mas lo último Bill lo descartó risueño ante la sudadera rosada que su hermano a veces usaba.
Incluso, cuando les habían llevando los bocetos finales de las gráficas de la aplicación BTK, Tom había estado empecinado en que las modifiquen y casi lo había logrado, hasta que Bill lo convenció de que así estaban perfectas ya que eran color oro.
—¿Y qué con que sea amarillo? Es para nuestros perros.
—Pero es feo —contestó con la nariz arrugada.
—¡Dale! Seguro que ni siquiera dura más de dos días.
—Entonces no vale la pena comprarlo.
—Vamos, Tomi. ¡Es genial y es el último! —Tom negó con la cabeza—. ¡Dale, Tom! Es solo un peluche.
—Acá hay cientos de peluches, ahí tienes también un zorro o lo que sea, ¿por qué justamente eliges el amarillo feo?
—Porque no es feo, es genial y me gusta para nuestros perros. ¿No se supone que los amas?
—Porque los amo es que no le compro esa cosa.
—¡Porque los amas es que deberías comprárselas! —explotó Bill finalmente. Al principio no había sido en serio, pero la tozudez de su hermano lo estaba sacando de las casillas—. El que tú seas un idiota amarillo-fóbico no es razón para que los demás lo seamos.
—No soy idiota ni amarillo-fóbico, solo soy realista. Es feo —siseó Tom, ya molesto—. Y para que lo sepas, ¡ni siquiera existe esa fobia!
—No eres realista, idiota; a mí sí me gusta. Y si no lo compramos, Kaulitz, no te vuelvo a hablar.
Tom bufó; su hermano siempre con aquellos exabruptos dramáticos.
—Entonces te quiero ver sin hablarme.
Bill lo miró con la ferocidad ardiendo en sus ojos, se dio media vuelta y se alejó de él con paso determinado. Tom suspiró cansino, alzó los hombros y agarró la camiseta rosada, el hueso de goma y un gorrito que encontró divertido. Le echó una mirada fugaz al peluche pseudo-mono y… no.
Fue a pagar, convencido de estar en lo correcto. Aquel mono no era lindo, menos aún genial, no importaba qué le dijeran.
Comprobó a la lejanía que su hermano estaba mirado distraído accesorios en Yves Saint Laurent y se sentó sereno a beber una Coca-cola. No le preocupaba en lo más mínimo la amenaza de su hermano: jamás las cumplía ya que su innata verborragia hacía que su propio enfado se doblegara. Además, estaba claro que él tenía razón: el peluche era espantoso a la vista, y el amarillo lo hacía todavía más antiestético y acentuaba sus defectos; no había razón para que sus perros tuvieran que sufrirlo. Ellos serían felices con el hueso de goma que ya les llevaba. Incluso jamás sabrían de su existencia y él solo debería soportar la actitud distante de Bill unas horas más y, eventualmente, los reproches rencorosos.
Pero podría tolerarlo, con tal de ni ver aquél mono amarillo.
Aunque, quizás, si hubiese sido morado o verde, ese juguete sería hasta gracioso…
Detuvo el vaso a medio camino mientras las palabras de Bill se revolvían en su mente. Él amaba a sus perros, con todo su ser, y siempre procuraba lo mejor para ellos, aun si gastara un octavo de su fortuna en alimento balanceado. Sabía que con Bill pasaba lo mismo, así que si su hermano quería regalarles un bicho feo, lo hacía con cariño. Además, quizás y solo quizás, su hermano tenía un poquito de razón y porque a él no le gustara, no significaba que a los demás tampoco.
Suspiró resignado y se sorprendió de su propia facilidad para ceder en esta ocasión. Solo había pasado media hora pero ya no tenía ánimos de soportar la mirada de reproche de su gemelo; más bien quería que se sorprenda y que su expresión luego mute a una de orgullo. Además, sus perros tendrían más algo con que jugar y entretenerse.
Decidido, bebió el final de la Coca-cola y se metió nuevamente en la tienda de mascotas. Buscó en la sección de juguetes y accesorios aquel peluche de la discordia. Contempló con detenimiento las repisas, una a una, y nada. Frunció el ceño y buscó de nuevo un paquete con extremidades deformemente largas, pero nuevamente no encontró lo que quería.
Avistó a un vendedor y se acercó para preguntarle por el mono de peluche amarillo.
—Oh, sí. Se lo acabo de ofrecer a aquella señora —le contestó el hombre.
Maldijo su suerte hasta que vislumbró a la mujer en cuestión. Haciendo gala de su desvergüenza, fue hacia ella con el único fin de obtener el peluche.
—Disculpe, señora, ¿podría dejarme comprar ese peluche? —indagó de la manera más cordial que pudo, con una sonrisa grande.
—Lo siento, pero no, joven. Es el último que queda y es precioso.
Tom intentó que su desconcierto y su aversión no se trasluzcan en su semblante. No podía creer que alguien encontrara lindo a… semejante cosa amarilla.
—Lo sé, pero yo… —mantuvo el silencio por unos segundos mientras internamente maldecía no estar en un sitio donde todos lo reconocían y trataban de complacerlo—. Es que yo discutí con alguien importante por ese muñeco y quiero demostrarle que soy un adulto, que se alegre por mí, y que… que vea que no soy un “amarillo-fóbico”. Que vea que no soy tan egoísta ni nada por el estilo y que puedo, no sé, ceder también —farfulló con la sinceridad borbotando de sus labios.
La mujer lo contempló unos segundos, sorprendida, y luego sonrió ligeramente.
—Xantofóbico —dijo ella.
—¿Qué? —cuestionó confundido.
—Xantofóbico —repitió—, es decir, fobia irracional al color amarillo.
Tom asintió, pasmado. No había creído que realmente existiera esa fobia. Aunque, en su interior, confiaba en no poseerla. Mas, que la mujer le alcanzara el peluche lo sorprendió aún más y apaleó la desazón que estaba empezando a embargarlo.
—Toma. Ese “alguien importante” debe serte muy querido, ¿no?
Él no le contestó, solo asintió y le agradeció enormemente. Pagó por el peluche y fue a buscar a su hermano, evitando en todo momento mirar el paquete amarillo. Bill se mantenía adherido a su amenaza de no hablarle, aunque intentó espiar en las bolsas que portaba Tom. Este las alejaba y las mantenía consigo, con una sonrisa ladina que hacía que su hermano frunciera el ceño.
El camino de regreso fue inusualmente silencioso entre ellos, la radio supliendo sus habituales conversaciones. El enfado de Bill se disipaba a medida que la curiosidad ganaba terreno y Tom apenas simulaba su expresión de satisfacción. Apenas abrieron las puertas de su casa, los cuatros perros corrieron a recibirlos entre ladridos y pequeños saltos. Bill —sentado en el suelo con dos mascotas dándole lametazos en la cara— sonrió abiertamente cuando escuchó a su hermano hablar.
—¡Scotty! ¿Cómo anda el perro más inteligente del mundo? —cuestionó mientras le acariciaba con adoración detrás de las orejas y el perro cerraba los ojos complacido—. A que no sabes qué te trajo tu asombroso papá… bueno, tus dos papás —Bill lo miró confuso y Tom solo sonrió y le guiñó el ojo—. Es la cosa más genial y horrorosa de Los Ángeles; no, ¡del mundo entero! —exageró mientras observaba cómo el semblante de Bill se descomponía y luego se recomponía, risueño e iluminado, apenas él sacó el mono de peluche amarillo. Sintió un pequeño calor expandirse por su cuerpo y el orgullo invadiendo sus sistemas. Satisfecho de sí mismo y de haber sonsacado aquella expresión en su hermano, acarició a Scotty y palmeó ligeramente su lomo mientras dejaba sin cuidado el peluche sobre el piso—. Destrózalo, chico.
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