Título: Razón de existir
Resumen: La vio y se enamoró. Lo conoció una noche en una insólita situación. Y toda su vida cambió.
Categoría: Hetero, Slash (minor)
Advertencia: AU.
Nota: Participó del cuarto concurso del Blog de Autores de Fanfics.
La admiró a
través del vidrio, acariciando con la mirada su cabello rubio como la arena
recogido impecablemente con una peineta, excepto unos pequeños rizos que se
escapaban adrede y enmarcaban su fino rostro. Observó sus dulces facciones, aún
ligeramente redondeadas; su nariz pequeña, sus labios rosáceos y sus ojos
grandes y claros como el cielo, tan profundos que creyó poder ahogarse en
ellos.
Una brisa
fresca lo abrazó, mas no fue la culpable de que su cuerpo temblara; sino que
fue su mirada, su sonrisa. Él la estaba contemplando, a la distancia, elegir
lazos de terciopelo para su sedoso cabello cuando ella alzó sus irises azules y
sus miradas conectaron momentáneamente. Él curvó sus labios irremediablemente y
su corazón palpitó cuando ella le devolvió una sonrisa tímida.
Sintió el
irreprensible deseo de atravesar la calle corriendo y adentrarse en aquella
elegante tienda para hablarle, para sonreírle, para enamorarle.
—La señorita
Lafourcade —suspiró a su lado un hombre no muy alto pero fortachón, a quien reconoció como su amigo Georg—. Aún
tú, en tu osadía, sólo podrías imaginarlo. La señorita está prometida al señor
Von Trümper, hijo. Al parecer, la boda es inminente.
Miró con
disgusto a Georg por un segundo y regresó su vista hacia la tienda, donde la
señorita era escoltada por varias mujeres lejos del vidrio.
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El lejano
sonido del trotar de la cuadriga fue precursor de la algarabía que se engendró
en el pueblo con la llegada de un gran y majestuoso carruaje. Instantáneamente,
él se sintió desdichado a medida que entre las gentes la emoción se encendía
como reguera de pólvora. Era claro y apremiante: el señor Von Trümper, hijo,
regresaba de la Universidad con el único fin de contraer nupcias con la
señorita Lafourcade. Y el pueblo debía vestirse de fiesta.
Se encerró en
su pequeña habitación en un intento vano de volverse inmune a la algazara y de
sumirse en un silencio desolador, mas dicha algarabía creció descomunalmente
para luego apagarse gradualmente. Prontamente no oía más que cuchicheos y las
campanadas que resonaron por todo el pueblo.
Las campanadas
fueron acompañadas por unos golpes en su puerta que se acompasaron
perfectamente. Al abrir la desvencijada lámina de madera, se halló con el
agitado cuerpo de Georg, la alegría pujando por manifestarse en su semblante
serio.
—Ha fallecido
Von Trümper —informó apresuradamente y adicionó que sucedió antes de que arribase
al pueblo. Luego, aminoró el volumen de su voz y añadió—. ¿Sabes lo que
significa?
Asintió
pausadamente y se hizo a un lado para que Georg entrase.
—Que tendremos
trabajo.
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El velatorio se
extendió hasta el próximo día y el funeral fue acompañado por un firmamento
abastecido de nubarrones que proclamaban la tempestad pronta a cernirse sobre
los alrededores. La noche acaeció velozmente y con ella los habitantes
eligieron guardar luto cada uno en su morada, respaldados contra los truenos,
los relámpagos y el ventarrón.
Las
circunstancias se volvieron óptimas para ellos. Mutuamente se ayudaron a
ingresar en el cementerio, mas él notó a Georg ido. Lo comprendía: el pequeño
Gustav, su hijo, tenía fiebre y los ataques de tos no cesaban.
—Hoy no nos
verá nadie, ayúdame a entrar y vete —le dijo en un murmullo. Georg asintió,
agradecido.
Caminaron entre
tumbas abandonadas, flores resecas y cruces de variados tamaños hasta llegar al
imponente panteón de la familia Von Trümper. Georg abrió con escandalosa
facilidad las puertas de hierro y se despidió con un ademán, desertando de su
habitual rol de centinela.
Encendió la
lámpara de aceite y contempló a su alrededor: el mármol reluciente a la luz
dorada y la tenebrosa estatua de un ángel guardián en una esquina sombría. Con
los ojos de piedra acusadores perforándole la espalda, leyó los epitafios, uno
a uno, hasta que se topó con el que buscaba.
William Von Trümper
1630 – 1649
Atrajo el
féretro hacia sí y lo abrió con cuidado, tratando de no dañar la madera de
roble barnizada. Sin embargo, no había esperado lo que encontró.
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Aunque la tapa
del ataúd le supo pesada, el aliento lo contuvo recién cuando el cadáver estuvo
a la vista. Afuera, la tormenta había explotado; dentro, él no paraba de
observar la fineza de las facciones: pómulos altos, piel nívea, nariz recta,
cabello azabache —que resaltaba la blancura de su tez— atrapado en el vendaje
de seda que oprimía su mandíbula.
Le pareció que
los párpados habían titilado, mas lo atribuyó a un juego de la luz proveniente
de las danzantes flamas de la lámpara de aceite.
Admiró la mortaja
de seda china, bordada delicadamente, que cubría el cuerpo y dedujo que valdría
unas cuantas monedas de plata. Asió una de las manos y contempló los finos
anillos de plata que adornaban unos dedos largos. Se pasmó por unos segundos
ante la belleza andrógina de aquel hombre, jamás vista en ningún otro. Belleza
casi divina, únicamente comparable a la de la señorita Lafourcade…
Sacudió la
cabeza y retomó su labor de deslizar fuera los anillos de plata cuando lo notó.
Algo estaba
mal.
El tacto no lo
percibía tan gélido como debería…
Alzó su mirada
hacia el rostro pacífico del cadáver y se encontró con un par de ojos
abriéndose repentinamente. Mudo, se apartó rápidamente; su corazón latiendo
acelerado.
El cadáver lo
miró, las pupilas dilatadas con terror, mientras emitía indescifrables sonidos
lastimeros.
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Lo notó
desorientado, contemplando alrededor sin reconocer. Él no sabía qué hacer.
Había pensado en matarlo o dejarlo inconsciente al menos, y terminar de hurtar
sus pertenencias, cerrar el féretro y huir; pero se contuvo. Podía admitir ser
ladrón, mas no asesino. Hesitó por unos momentos pero finalmente lo ayudó a
levantarse y a salir del cajón, ya que William Von Trümper se veía extraviado y
sus músculos debían estar entumecidos. Los sujetó por la cintura hasta que se
estabilizó y le tendió la mano en una invitación que William Von Trümper aceptó
desconcertado, sus sentidos aún no habían vuelto completamente en sí.
Afuera
continuaba lloviendo y, dentro, el panteón estaba seco pero frío. La casa del
médico estaba lejos y lo más cercano era la habitación donde él vivía.
Tomándolo de la mano, lo condujo por un camino de hierba crecida y tierra
lodosa. A medio camino, el mozón se desató en su total esplendor y cada gota
los helaba hasta los huesos.
Lo introdujo en
la habitación y rápidamente le ofreció una raída manta para abrigarse, que
contrastó contra la almidonada camisa blanca que William Von Trümper portaba.
Buscó otra manta, esta agujereada, para sí mismo y una botella de licor para
calentar sus cuerpos.
Observó cómo
William Von Trümper se quitó el vendaje que atrapaba su mandíbula, bebió un
trago y frunció los labios al quemarse la garganta con aquel licor de pésima
calidad.
—¿Recuerdas
algo? —le preguntó mientras lo instaba a tomar otro sorbo.
William Von Trümper
asintió quedamente.
—Marie Suzanne.
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El hecho de que
las pálidas mejillas de William Von Trümper se tornaran rosadas con el licor,
le pareció encantador. El que apelara a toda su educación para no demostrar el
desdén por la suciedad y la pobreza a su alrededor, lo encontró noble. El que
sus ojos chocolates se iluminaran al decir el nombre de ella, le supo peor que
pan rancio y queso agrio.
—Aún en la
muerte o en el más profundo letargo, jamás podría olvidarme de mi Mary Sue. Me
gusta llamar así… Oh, pido disculpas. ¿Sabe de quién habló?
Desvió la
mirada y se sirvió un poco de licor en un pocillo de arcilla para evitar
contestarle.
—Hablo de la
criatura más perfecta y angelical que haya posado sus piecillos sobre la faz de
esta tierra. Afortunadamente, es mi prometida —sonrió William Von Trümper,
satisfecho. Al instante, lo oyó rectificarse—. Bueno, no afortunadamente.
—¿Cómo?
—inquirió, estupefacto.
William Von Trümper
rió suavemente y se apretujó la manta a su cuerpo antes de hablar, su voz
levemente rasposa a causa del alcohol.
—Permítame
explicarme. A lo que me refería es que el azar no tuvo oportunidad de
entrometerse. Me enamoré de Marie Suzanne apenas la vi, ¿me comprende?
Asintió condescendiente,
sólo para complacerlo, porque en su interior sus pensamientos eran
contradictorios. Por mucho tiempo se había negado la existencia del amor, mas
apenas había visto a la señorita Lafourcade, su corazón había enloquecido; y
ahora, a duras penas, aceptaba estar encandilado por William Von Trümper. Éste
pareció notar su confusión, pues se apresuró en hablar.
—Sé que la mera
idea del amor suena irrisoria en estos tiempos, siendo siempre subordinada a la
conveniencia y al poder, pero es cierto. La amo.
Asintió
nuevamente y bebió el pocillo al ras de licor, con la esperanza de que quemara
el nudo en su garganta.
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Había
descubierto que William Von Trümper gustaba de hablar, quizás más de los que la
etiqueta y el decoro permitían para con un extraño. Había encontrado su ánimo
chispeante y su compañía agradable, más allá de lo que sus palabras
significaban. Quizás el licor barato había influido, pero William Von Trümper
hablaba con desenvoltura y gestualizaba con las manos para dar énfasis, como si
se encontrara con un antiguo amigo.
—El padre de
Marie Suzanne es un celta formidable que ha servido en cuantiosas cruzadas con
mi señor Padre. Ambos forjaron tal amistad que el señor Lafourcade decidió
visitar estos lares y aquí conoció a la madre de Mary Sue, una aria agraciada. Fruto
de la unión de ambos nacieron cinco hijos, siendo Marie Suzanne la cuarta de
ellos.
»La conocí
cuando ella tenía sólo seis años y reconocí el pimpollo más bello de la tierra.
Irremediablemente sucumbí a sus prematuros encantos. Sabía que se convertiría
en una preciosa rosa y estaba seguro de que alguien más lo vería. El temor a
que suceda, me convenció de que Marie Suzanne debía ser mía. Comencé a
visitarla continuamente para que ella se acostumbrara a mi presencia y luego lo
hice de manera más esporádica, así cuando llegaba toda su atención se cernía
completamente en mí. Me convertí en su confidente; conozco cada uno de sus
sueños y de sus miedos.
»Ha sido un
proceso largo. Suelo no poseer el don de la paciencia, ¡pero por Marie
Suzanne…!
»Mi señor Padre
no lo comprendía. Cuando marché a la Universidad, expresó su consternación por
mi “vida borrascosa”, en sus palabras. Él estaba desesperado por un heredero y,
como yo a mis diecisietes años rechazaba a toda muchacha, me acusó de poseer
actitudes afrancesadas y sugirió que era sodomita. ¡¿Puede creerlo?!
—Una locura
—dijo al notar la expresión de William Von Trümper, quien buscaba un respaldo a
su indignación. Él se lo otorgó, a pesar de no estar completamente seguro de a
qué se refería. William Von Trümper era dueño de un vocabulario vasto y culto,
que tendía a desconcertarlo. Él sólo lo escuchaba atentamente e intentaba
hacerse de la idea.
Su mente
retornó por un segundo a los recuerdos de dos viejos amigos, perseguidos hasta
la muerte por la relación que poseían entre ellos.
No estaba
seguro, pero había entendido que el señor Von Trümper, padre, creía que a su
hijo le atraía los hombres.
—¡Completamente
aberrante! —Y aquello había sido un insulto para William Von Trümper.
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—Cuando cumplió
once, comencé a cortejarla. Cada día le enviaba una rosa y durante mi estadía
en la ciudad para asistir a la Universidad le enviaba cartas, al menos una a la
semana. Para su cumpleaños, sin falta, estaba presente y obsequiaba lo más fino
y bello que haya podido hacer el maestro orfebre.
William Von Trümper
hablaba con pasión y solo se detenía para un ocasional sorbo de licor. Él, en
cambio, se apretujaba en su desgastada manta, sumido en un silencio profundo, e
ignoraba el rasgar en su pecho con cada palabra pronunciada por el otro.
—Dediqué el
mayor tiempo posible a intentar hacerla feliz, a que note lo mucho que me
importa. Hace unos meses, apenas cumplió trece, pedí su mano. Acepté una
pequeña dote por compromiso, mas no me interesaba; ella es lo único valioso.
Imagine, años enamorado de Marie Suzanne y que pueda casarme con ella fue la
felicidad absoluta. Sentía que la fortuna me sonreía y hallaba cada día
soleado.
»No me
importaba perderme clases y debates en la Universidad, pero debía volver.
Aunque ya estábamos comprometidos, continué enviándole rosas y cartas. Mas,
estando lejos, me sobrevino la duda: ¿y si eso no fuera suficiente? ¿Y si ella
me había aceptado por algún motivo lejano al amor?
»No quise que
la incertidumbre se adueñara de mí y convirtiera mi cariño en despecho, por lo
que vine inmediatamente. Pasamos una velada encantadora. Luego de cenar, la
invité a dar un paseo por el Sendero de los enamorados. ¿Lo conoce?
Él negó con la
cabeza, silente.
—Oh, bueno. Se
encuentra en mi propiedad; puede ir a recorrerlo algún día. Es bellísimo, los
jardineros realizan un esmerado trabajo con las rosas y las azaleas en
primavera. Como decía, la invité para hablar y no le puedo explicar el éxtasis
que me embargó cuando Mary Sue me aseguró que correspondía mis sentimientos.
Incluso… bueno, diré que nos dejamos llevar y nos adelantamos a la noche de
bodas —comentó William Von Trümper risueño, con ojos cálidos y mejillas
sonrosadas.
Enfureció. Trató
de que la cólera no se hiciera visible, mas frunció inevitablemente el ceño y
sus puños se cerraron con fuerza, hasta que sus propias uñas cortaban la carne
de sus palmas. ¡Quería golpearlo! ¿Cómo se había atrevido William Von Trümper a
mancillar a la señorita Lafourcade? ¡¿Cómo se atrevía a contárselo?! Ellos no
eran amigos.
Quería matarlo.
Y podría hacerlo: William Von Trümper ya estaba muerto para el resto de la
población. Podría ensañarse y desfigurar aquel pálido rostro. Podría quebrarle
el cuello y arrancarle el corazón. Podría finalmente robarle sus pertenencias y
casarse con la señorita Lafourcade; después de todo, ¿qué hombre querría tomar
por esposa a una joven deshonrada?
Empero… no
podía.
-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-
Su mirada
ensombreció y ya no se preocupó en camuflar su rabia. No emitió sonido alguno y
se dedicó a beber el final de la botella de licor, a la espera de que éste no
sólo quemara el nudo en su garganta, sino que también nublara sus sentidos lo
suficiente para que no pueda actuar ni de forma instintiva ni racional.
Sin embargo,
William Von Trümper no parecía consciente de su estado; continuaba parloteando
sin medir las palabras ni las reacciones que éstas producían.
—Creo que me
entenderá, después de lo que le relaté, cómo me puse cuando me llegó una carta
de mi hermana en la que me cuenta que un hombre, un simple pueblerino que no
lleva ni dos años en mis tierras, ha intentado coquetear con mi prometida y que
hasta logró sonsacarle una sonrisa; sonrisas que deben sólo ser dirigidas para
mí… Enloquecí. Podía entender que alguien osara a mirar a mi Mary Sue, ¿pero
que ella respondiera? Me carcomían los celos. Ordené preparar el carruaje para
regresar de inmediato. Estaba estresado. Sólo pensaba en la veracidad de las
palabras de mi hermana y que, si Mary Sue me lo confirmaba, me convertiría en
un hombre absolutamente infausto.
»En algún punto
del viaje todo se oscureció y me hallé envuelto en la nada por… ¿acaso sabe
cuánto tiempo transcurrí desvanecido?
Lo oyó
lejanamente. En su fuero interno, la idea de ser él quien haya atraído a Marie
Suzanne Lafourcade y haya puesto celoso a William Von Trümper le supo tan
agridulce como esperanzadora.
—Alrededor de
tres días —contestó bruscamente.
—¡Tres días!
—murmuró William Von Trümper, incrédulo—. Bien, me hallé envuelto en la nada
por tres días, una nada tenebrosa donde el pánico me consumía y ni aún así era
capaz de gritar o siquiera moverme. Mi mente vagaba en una nebulosa donde poco
tenía sentido, pero la presencia de Mary Sue persistía, hasta que desperté; y
en un lugar desconocido. Todo era tan vaporoso e incomprensible durante unos
momentos… ya cuando mis sentidos volvieron en sí, me encontraba con usted,
corriendo bajo la lluvia hasta esta vivienda.
»Y, regresando
a su primera cuestión, todo lo que recordaba era a Mary Sue por lo que le acabo
de contar. Porque la amo. Ella es mi mundo. No puedo imaginarme a alguien más
rozando sus labios o, ¡Dios no lo permita!, su femineidad.
»Mary Sue se
convirtió en la razón de mi existencia. Sin ella no sé qué haría. ¿Me entiende,
amigo…? —William Von Trümper dejó la frase suspendida en el aire—. Oh, disculpe
mi descortesía. Estuve todo este tiempo hablando de mí y no le pregunté
siquiera su nombre.
Lo miró
intensamente, mas en su rostro leyó únicamente noble ingenuidad.
—Tom Kaulitz.
Soy Tom Kaulitz, señor —contestó de manera seca, más de lo que en verdad
quería.
—Un placer, mi
amigo. Como decía, ¿me entiende? ¿También tiene usted una razón de existir?
Repentinamente
se sintió abrumado ante William Von Trümper y el frío caló en sus huesos, a
pesar de ya no tener la ropa húmeda. Volvió a apretujarse en su vieja y
agujereada manta mientras pensaba. No podía decirle a William Von Trümper que
Marie Suzanne Lafourcade, la prometida de éste, se había convertido en su razón
de vivir. Y aún menos podía insinuar que el propio William Von Trümper podría
llegar a serlo.
Sentía que sus
pensamientos eran cuchillos de doble filo y que William Von Trümper lo
contemplaba impaciente por determinar su sentencia.
—Yo… yo soy mi
propia razón de existir. Vivo para sobrevivir.
-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-
Fue consciente
de la perplejidad que invadió a William Von Trümper ante sus palabras, pero no
le importó. Se limitó a contestar que trabajaba esporádicamente como vendedor y
a anunciar que había escampado, para evitar cualquier cuestión más. Le prestó a
William Von Trümper un abrigo de lana viejo y lo condujo por las calles
desérticas y encharcadas, mientras el cielo gris se coloreaba con un frágil
anaranjado, hacia la mansión perteneciente a éste.
Golpeó la
puerta y prontamente les abrió el mayordomo que, al reconocer a William Von Trümper,
se irguió estupefacto. Ambos ingresaron en el edificio mientras oían pasos
apresurados desde el interior. Paulatinamente, miembros de la familia Von Trümper
se acercaban y se pasmaban irremediablemente con la visión del joven William
allí.
—¡Bill! —un
grito agudo y aterciopelado atrajo la atención de todos hacia el menudo cuerpo
de Marie Suzanne, quien corrió hacia los brazos de William Von Trümper—. ¡Estás
aquí! ¿Cómo es posible? Tus signos vitales… ¡yo estuve presente en tus
exequias! Tú… ¿cómo?
Marie Suzanne
Lafourcade se mostraba tan emocionada como asustada en su vestido de luto.
William Von Trümper sonrió ligeramente y rozó de forma casi imperceptible los
labios de su prometida con los propios.
Él sintió un
hilo atenazar su corazón.
—Estaba vivo y
este hombre, el señor Kaulitz, me salvó. Estuve pensando en ofrecerle el puesto
de administrador como agradecimiento, ya que el señor Jost está pronto a
retirarse…
Captó el azul
frío en la mirada que Marie Suzanne Lafourcade le dirigió antes de volverse
hacia su prometido.
—Bill, cariño,
¿podríamos hablar un momento en privado?
-.-.-.-.-.-.-.-.-.--.-.-.-.-
Observó a su
alrededor la impecable estancia: el gran espejo del recibidor, el blanco
inmaculado de las paredes, la escalera de piedra y los muebles de ébano. Con
ironía pensó que él debía ser la primera rata que entraba. Los integrantes de
la familia se habían dispersado y el único que se había quedado era el
mayordomo, quien lo miraba despectivamente.
La conversación
entre William Von Trümper y Marie Suzanne Lafourcade le llegaba lejanamente,
pero con una claridad indudable.
—Bill, querido,
creo que no estás siendo racional.
—¿Qué dices,
Mary Sue?
—Recuerda que
decidimos que el puesto de administrador lo iba a ocupar mi hermano. No puedes
hacerle esto a él.
—Pero…
—Bill, ¿me
amas? ¡Entonces no puedes hacerme esto! No puedes dejar a mi hermano sin
empleo.
—Lo entiendo,
pero Kaulitz no tiene mucho ¡y él me salvó de la muerte!
—¡Estás siendo ingenuo
e irracional! ¿No te das cuenta? Si te salvó fue sólo porque estaba profanando
tu tumba. ¡El hombre no es más que un sucio, vil y cobarde ladrón!
Deseó no haber
oído aquello. El hilo que atenazaba su corazón se apretó, lacerante, y en su
mente el rostro de porcelana de Marie Suzanne Lafourcade se resquebrajó.
Se miró en el
espejo: su aspecto desgreñado, el cabello revuelto y sucio, la ropa hecha
harapos y sus dientes en los primeros pasos de la putrefacción. Luego volvió a
admirar el lugar, impecable. Él desentonaba allí, entre tanta gente bonita y
lujos inimaginables.
Las palabras de
Marie Suzanne habían sido ponzoñosas pero dolorosamente ciertas.
—Lamento la
espera, amigo mío —dijo William Von Trümper mientras regresaba trayendo del
brazo a Marie Suzanne Lafourcade, cuyo semblante era triunfante.
—Está bien,
pero ya debo marcharme.
—¡Espera!
Déjame gratificarte, al menos.
Miró
cautelosamente a la pareja. En su mente, su orgullo libró una batalla contra su
sentido de la supervivencia. Finalmente aceptó una bolsa repleta de monedas de
plata. Calculó que había lo suficiente para vivir lujosamente por un mes o un
año y medio con su actual estilo de vida. Apenas la recibió, pesó como el plomo
en su mano.
Antes de irse,
besó la mano de Marie Suzanne Lafourcade, aunque no supo si por mera venganza o
sólo por sentir una única vez la tersidad de su piel.
-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-
Golpeó la
puerta fuertemente hasta que Georg, su amigo de ojos verdes, le abrió.
—¿Tom? ¿Qué
haces a esta hora…?
—¿Cómo está el
pequeño Gustav? —preguntó apresuradamente.
El semblante de
Georg se descompuso en uno angustiado antes de permitirle entrar. En el otro
extremo de la habitación se escuchaba la tos incesante de un niño. Él corrió
hasta el chico y lo abrazó fuertemente, el cariño que éste se había ganado con
su inocencia haciendo mella en él. Lo quería como a un hijo y comprendía el
dolor de sus padres al palpar el cuerpo caliente y convulsionante.
Lo dejó con
cuidado sobre el colchón de paja y las mantas, se volvió hacia Georg y estrechó
su mano.
—Procura que el
médico lo atienda, cómprale sus medicinas y procura también que se convierta en
un hombre mejor que nosotros. Si puede, que vaya a la Universidad.
—¿Tom? ¿Qué
dices? —indagó Georg extrañado, cuando sintió algo pesado posarse en su mano.
Georg desvió su
mirada hacia la bolsa repleta de monedas y quedó atónito; cuando alzó la cabeza
nuevamente, se halló con la visión de su amigo Tom Kaulitz retirándose con paso
pesado y parsimonioso, como si se alejara de su última razón de existir.
Nota: Bill sufre de
catalepsia (enfermedad en la que los signos vitales disminuyen hasta el punto
de parecer inexistentes y el cuerpo presenta un entumecimiento parecido al del rigor mortis).
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