Título: Elegant decay
Resumen: Giovanni se encontró con Primo Uomo, y solo pudo seguirle el juego.
Categoría: Slash
Advertencia: Incesto, Lemon.
Rating: 18+
Nota: One-shot para el Intercambio del Blog de Autores de Fanfics. Respondí el prompt de Maggot.
La ventana de la habitación se imponía como el marco de aquel escenario colorido e inédito para él, que se desarrollaba con algarabía festiva. Apoyado sobre esta, percibía el sol invernal del mediodía entibiando sus mejillas e iluminando cada recóndito lugar del la Piazza San Marco.
Si era sincero, había creído que viajaría a Roma o a la capital de la moda italiana, Milán. Mas, allí estaba: en la Ciudad de los canales, con el esplendor del carnaval inundando el centro y sus calles adyacentes.
Oyó unos golpes modestos en la puerta seguido de un lejano «Room service». Al abrirla, ingresó un empleado trajeado de manera casi graciosa que empujaba un carrito con variados platos.
—Signore —saludó el camarero mientras acomodaba la vajilla sobre la mesa que poseía la suite. Él le contestó con un asentimiento y lo miró con desinterés mientras buscaba algo de dinero entre sus bolsillos como propina, hasta que el empleado colocó enfrente suyo una caja grande cerrada un moño tirante y le tendió una carta.
—Grazie —murmuró un poco confundido y la agarró. El papel del sobre era satinado y en él se leía, con letra itálica y elaborada, «Giovanni». Adentro encontró una tarjeta, demasiado parca y formal para su gusto, que sin preámbulos lo invitaba a una fiesta privada esa misma noche en el Hotel Danieli.
Imaginó el contenido de la caja y no pudo evitar que una sonrisa de anticipación se le dibujara en el rostro. Le pagó al empleado y se volteó nuevamente hacia la venta con una emoción afín a la que oteaba a lo lejos recorriéndole todo el cuerpo.
Había creído que se sentiría ridículo, pero por alguna razón se encontraba cómodo con la calza que utilizaba, sostenida por un cinturón cuya hebilla era color oro, y con botas de cuero. Además, la capa de terciopelo azul era tan abrigada como confortable. Por otro lado, estaba contento de no llamar la atención entre tantas personas disfrazadas de manera similar, o mucho más rimbombante incluso. Con el cetro engalanado con falsas joyas en sus manos enguantadas de blanco, su primera impresión frente al espejo había sido que se veía demasiado ostentoso, mas ahora se daba cuenta que durante aquellos días estaba bien visto.
Había cientos de turistas que como él observaban alrededor con admiración, solo que la mayoría portaba una simple máscara que habrían comprado en alguno de los tantos puestos y priorizaban tomar fotografías a los variados personajes que se paseaban por las calles. Él mismo se prestó ocasionalmente para alguna foto y durante cada captura agradeció la simple máscara blanca con detalles en azul y oro y el sombrero negro con plumas azules que lo ayudaban a pasar completamente desapercibido.
Se entretuvo un buen rato observando desfiles y dando vueltas con las efímeras compañías de arlequines, colombinas y médicos de la peste. La multitud rebosaba de alegría y lo llenaba a él también. Mas, en algún momento, la variedad de sombreros y tocados de gasa se volvió casi abrumante, y la cantidad de colores más el continuo vaivén de la gente se volvió hasta mareante. Además, sus oídos le zumbaban suavemente, hastiados de oír tantos idiomas al mismo tiempo que se le hacía confuso.
Se tomó unos minutos para respirar con tranquilidad sobre unos de los pequeños puentes que conectaban las islas, y para contemplar el lugar. Venecia era linda. Él ya había estado en otras ciudades con algunas edificaciones de antaño, pero allí cada edificio tenía arcadas góticas y detalles barrocos. La humedad escarapelaba las paredes y patinaba los metales y las maderas, pero, lejos de ser desagradable, le proporcionaba su encanto a la ciudad, al igual que los canales y las calles laberínticas.
«Elegant decay», recordó que se denominaba —o «Decadencia Elegante», como había traducido literalmente— según una de las tantas revistas de su hermano que había una vez leído. Y no se equivocaba. Venecia tenía una apariencia que incluso él podía definir como romántica, especialmente cuando el lila y el anaranjado del firmamento se recortaban en la ciudad y se reflejaba en el agua…
Entonces cayó en la cuenta de que estaba atardeciendo. Y sacó la tarjeta de invitación para comprobar su dirección.
¿Acaso había pensado que las laberínticas calles de Venecia eran encantadoras? Claro, eso había sido antes de perderse.
Solo se había distraído por unos segundos, pero esos fueron definitivos para rápidamente encontrarse a sí mismo desorientado. El trazado vial no seguía ningún tipo de grilla u organización y estaba repleto de callejones ocultos entre las edificaciones que sólo había visto cuando estaba parado frente a ellos. Había andado sin un rumbo definido por un buen rato y la frustración había pesado en él. Había estado insultando sin cesar el instante en que había elegido alejarse del centro hasta que, en la novena calle elegida al azar, había encontrado un cartel que marcaba la dirección de regreso hacia la Piazza San Marco.
Una vez allí, había notado que, al haber acaecido la noche, había mermado el vaivén continuo de gente. Había intentado preguntarle a alguien hacia dónde debía dirigirse, mas la única persona que había podido marcarle el camino había sido un vendedor que curiosamente había recordado saber inglés apenas él había accedido a comprarle una máscara.
—Go to the campanile, the tower over there and turn to the left and take that street… one or two blocks —había explicado el hombre con un marcado acento.
Él le había agradecido con apuro y se había alejado ya más sereno, toqueteando de manera distraída la nariz alargada como pico de tucán de la máscara de médico de la peste. Si era sincero, no le había agradado mucho su forma, pero había pensado que quizás a su madre sí le gustaría como recuerdo o que bien podría usarla en Halloween.
Había seguido las palabras del italiano y, afortunadamente, ahora estaba dentro del salón, en una fiesta exclusiva y completamente diferente a cualquiera de las que había ido anteriormente. Notó que había llegado tarde debido al gran contingente que se agolpaba entre las columnas inmaculadas de mármol, todos completamente disfrazados de manera sobria, como distinguidos nobles de época.
Inspeccionó en busca de algo que llamara su atención, mas con lo único que se topó fue una mesa con aperitivos y copas de champán. Contra la pared vislumbró un sector reservado para la orquesta y ante la idea misma de una fiesta con orquesta, decidió que necesitaba que su noche se tornara divertida. Así que agarró decidido una de las tantas copas de cristal, mas no llegó a beber su contenido que un suave «Ciao» lo asaltó por la espalda. Al voltearse, se encontró con una mujer ataviada en un vestido de falda ancha y corsé apretado que resaltaba su fina cintura.
—Ciao, giovanotto. Chi sei? —cuestionó la mujer con rapidez—. Oh, mi disipase. Quella scortesia da parte mia. Io sono la Prima donna —se presentó y estiró la mano.
Él la tomó algo confuso y le plantó un beso casto en el dorso.
—Giovanni.
Vio cómo sus ojos negros —la única parte visible de su rostro— se iluminaban por un instante.
—Liéto di conóscerla, Giovanni. Come sta, il miele? Cosa ci fai qui? —Prima donna hablaba con premura y alegría, con una voz distinguible de soprano y en un italiano que le sabía casi imposible de comprender—. Vièni, c’e qualcuno che cuole introdurre. Sono sicuro che vi piacerà… —Ella esperó unos segundos con el brazo ligeramente extendido pero, al ver que él no le entendía, posicionó impacientemente la mano en torno a su codo y lo guió a través del salón.
Sus piernas casi se enredaron en la falda del vestido de Prima donna y en la de otras mujeres en más de una ocasión, pero al instante que lo vio, cerca de la columna más próxima a la pared empapelada de sutiles enredaderas de filamentos y flores doradas, supo que había valido la pena.
No resaltaba entre los demás, ni siquiera en altura, mas irradiaba una elegancia y porte superior.
Como si hubiera estado programado, en ese instante los violines de la orquesta se hicieron oír por todo el salón apenas comenzaron a tocar la Primavera de Vivaldi.
—Giovanni, egli è il Primo uomo —rió suavemente Prima donna.
Era imposible verle el rostro ya que la mayoría de él estaba oculta por el antifaz, aun así lo percibía atractivo. «Quizás sea por cómo se ve», pensó. Pero no vestía de forma tan diferente a la suya: solo un chaquetón de brocado bordó y oro en lugar de capa.
Primo uomo estiró la mano derecha mientras sostenía con la izquierda una copa de champán. Tal vez fue el deseo de jugar lo que lo impulsó a tomar la mano enguantada en negro, acariciarla suavemente y besarla en vez de estrecharla. Cuando alzó la vista, Primo uomo sonreía levemente.
—Buonasera, Don Giovanni —saludó sin perder la sonrisa—. Un piácere.
—Buonasera. Come va?
—Bène, grazie. E tu?
—Bène —contestó, agotando sus recursos y lo poco que había aprendido del idioma en el viaje—. Io non parlo italiano.
Entonces, Primo uomo asintió con una sonrisa comprensiva.
—Me neither.
—So you speak english. Cool. Me too but I’m german, by the way. Mais, je parle français aussi. —Era mentira. Apenas recordaba un ápice del francés que había estudiado en la escuela, pero en aquel juego él quería impresionar.
—Así que políglota, ¿eh? —se mofó Primo uomo sin maldad—. Yo también soy alemán, por suerte.
Sonrió detrás de la máscara. Irremediablemente, Primo uomo le gustaba. Apenas había notado cuándo Prima donna había quitado su brazo y se había alejado ya que tenía toda su atención concentrada en él. En la manera en que el antifaz negro y oro seccionaba su rostro y dejaba al descubierto su boca, en cómo su voz se oía por encima del violín de Vivaldi y en cómo agitaba un poco el champán en su copa.
—De cualquier forma, para lo que se me ocurre hacer con usted no necesitamos ni siquiera saber hablar —añadió luego y se acabó el champán.
El que lo haya dicho en voz alta y directamente hacia él, lo desarmó por uno segundos. Primo uomo debió intuirlo porque rió con soltura y sin quitarle su mirada avellana de encima. Aquella mirada que le decía que era caprichoso y que todo lo que demandaba, lo obtenía.
Tampoco que él fuera a negarse.
Como si hubiesen estado conectados con Vivaldi, su conversación se aceleraba, se volvía excitante y lo hacía querer exclamar al son de los violines. Las indirectas perdían sutileza al mismo tiempo que los crescendo les otorgaban la excusa perfecta para ir acercando sus cuerpos. Mas, pronto hizo caso omiso a los violines que ejecutaban las notas finales de Las cuatro estaciones y del violonchelo que se acercaba para lucirse con Bach.
Su cerebro era más conciente, en cambio, de la armonía de su risa, de su voz de barítono, de los sonidos que con el cuerpo producía. Primo uomo era en sí una obra maestra a la que quería admirar detenidamente.
—¿Ha conocido a alguna mujer, Don Giovanni? Además de Prima donna, está claro.
—Pues, no. Ella ha sido única hasta el momento —contestó sereno mientras apoyaba el cetro contra la columna. Se había vuelto tedioso llevarlo en todo momento y pensó que bien podría no haberlo usado—. ¿Usted de dónde la conoce?
—La contraté —rió.
—Se nota que es una mujer interesante.
—Y caprichosa.
—Me gustan las personas caprichosas.
—Pero qué suerte.
—Ajá —afirmó—. Aunque no necesariamente las donnas.
Primo uomo negó con la cabeza, divertido, mientras una sonrisa ladina se dibujaba en sus labios. Entonces sintió fugazmente pena de sí mismo: estaba coqueteando como si fuera púber y ni siquiera podía evitarlo. Intentó justificarse con que no conocía las convenciones de los nobles del renacimiento, aunque fue en vano. Después de todo estaban jugando y si ya habían establecido tácitamente que sería con descaro, así lo haría.
Desvió la atención hacia el centro del salón donde había ruidos diferentes a música clásica y bullicio. Le tomó unos segundos darse cuenta de que había una pareja de instructores que demostraban los bailes típicos de la época renacentista; daban una breve introducción sobre la danza y luego enseñaban algunos pasos antes de invitar a los presentes a que se les unan. Contempló cómo unas cuantas parejas se preparaban para bailar antes de devolver la vista hacia Primo uomo, quien apuraba el contenido de lo que debía ser su tercera copa.
—¿Quiere bailar? —le preguntó.
Detrás del antifaz, Primo uomo lo miró pasmado.
—¿Qué dice? Somos hombres —remarcó con obviedad y señaló con la cabeza la pista de baile, donde decenas de varones y mujeres estaban enfrentados.
—¿Y? ¿Acaso teme que alguien llame a la Inquisición? —bromeó ladinamente, mas se dio cuenta de que Primo uomo debía tener el ceño fruncido—. Vamos, no pasará nada. —Estiró su mano con galantería—. Hasta le dejaré ser «la dama».
Notó que la mirada de Primo uomo se volvió fulminante pero brilló con diversión al mismo tiempo, si eso era posible; mas, tomó su mano y lo acompañó hasta un extremo de la pista de baile donde se ubicó en la hilera que conformaban los varones. Giovanni rió y se dijo a sí mismo que por aquella vez lo dejaría pasar mientras se posicionaba al lado de una delgada mujer.
La música inició y con ella los primeros pasos, movimientos que copiaban a la pareja de al lado. Inevitablemente, varios pares de ojos recayeron sobre ellos. Aun así, mantuvo su mirada fija en Primo uomo unos metros más adelante. Se inclinaron frente al otro como muestra de respeto, se aproximaron con deliberada lentitud, y alzaron y juntaron sus manos.
No había nada mágico: las texturas de sus guantes se entrometían entre sus pieles y los anillos de piedras molestaban; además, Primo uomo tenía una contextura física similar a la suya y poca gracilidad para el baile. Trastabillaron en más de una ocasión, pero, lejos de entorpecerlos, les había servido como excusa para olvidarse de la coreografía y modificar los pasos a sus antojos. Se acercaron más, se desafiaron mudamente y se apoyaron en el otro. Se olvidaron del alrededor y de las parejas bailando un forzado minué. En cambio, se dejaron llevar y danzaron un vals a destiempo que ocasionalmente se asemejaba a un tango.
No, no había ni aparente magia ni chispas explotando entre ellos, simplemente diversión y calor. Mucho más calor del que jamás habría creído sentir mientras bailaba un vals… aunque, si era sincero, anteriormente jamás se había imaginado a sí mismo bailando un vals siquiera. O lo que aquello que hacía con Primo uomo fuera.
Sus palmas sudaban a medida que descendían por el cuerpo mientras él disfrutaba con una sonrisa pícara las casi inadvertidas reacciones de Primo uomo. Como éste había decidido que él sea «la mujer», él había decidido cobrárselo progresivamente. Sin vergüenza alguna, trazó un recorrido desde la cintura hacia abajo que, con parsimonia, abarcó toda su espalda baja y se demoró en sus glúteos.
—Detente, o voy a querer follarte aquí mismo —gruñó Primo uomo; empezaba a tutearlo y su voz sonaba más grave, tan amenazante como corrompida por la lascivia.
—¿Así le habla a todos los que recién conoce? —rió y aflojó el agarre, mas no apartó la mano.
—Solo si me parecen interesantes. ¿Tú así tratas a todos los que recién conoce?
Giovanni se inclinó hacia delante, mientras alzaba ligeramente su pierna, y rozó sus máscaras hasta que alcanzó el oído del otro.
—Solo si me parecen interesantes —repitió con calma y acarició la ingle de Primo uomo con su pierna.
Disfrutó de la reacción de Primo uomo, quien tembló por un segundo y luego lo fulminó con la mirada cargada de deseo.
El tiempo que les había tomado atravesar el salón y meterse en los baños, había sido la duración de sus cuerpos completamente separados. No había sido mucho, ya que la gente se había ido apartando a su paso y luego los habían seguido morbosamente con la mirada.
Apenas ingresaron en el baño, él cercó a Primo uomo contra el espejo y empezó a quitarse los guantes, dispuesto a sentir completamente la piel del otro esta vez. Éste, en cambio, intentaba desperdigar besos por su cuello.
—Giovanni —llamó—. Tu máscara.
—¿Qué hay con ella?
—Quítatela —ordenó. Él se negó—. Hazlo.
—¿Qué hay de mi derecho al anonimato? —preguntó en broma.
—Me importa una mierda tu anonimato. Eres Giovanni. Ahora, quítatela o te perderás de algunas cosas maravillosas.
Él frunció el ceño levemente exasperado. Realmente, Primo uomo era como había pensado: caprichoso. Finalmente se sacó el sombrero negro con plumas azules y su cabello atrapado en largas rastas cayó libremente; entonces, aflojó la máscara y se la quitó. La dejó junto a sus guantes, sobre el lavabo.
—¿Contento? —preguntó sardónicamente mientras ponía sus manos a ambos lados de un Primo uomo, quien parecía paralizado.
—No. Me gustaría ir a un lugar menos público —comentó en voz baja, lo que le hizo enarcar sus cejas. Como respuesta, Primo uomo asintió con la cabeza hacia un lugar detrás de él.
Se giró casi con cautela y halló de pie en la puerta de uno de los cubículos a un hombre trajeado finamente, con la solapa de gerente del Hotel Danieli. Recompusieron sus ropas lo más rápido posible y salieron del baño pidiendo disculpas mezcladas entre inglés e italiano, con el calor aún envolviéndolos furiosamente.
En el pasillo notaron que las miradas de morboso interés aún estaban dirigidas hacia ellos y que incluso se habían intensificado. Al principio le molestó de sobremanera aquella atención no deseada y sin razón sobre ellos, hasta que vislumbró sus manos y cayó en la cuenta de que no tenía sus guantes. Ni la máscara.
Quiso voltearse y volver al baño por sus accesorios, pero Primo uomo fue más veloz: lo agarró de la mano y lo arrastró en dirección contraria al salón, hacia una puerta más moderna que el resto, con un cartel que en italiano y en inglés indicaba «salida de emergencia». En su estómago se revolvió la excitación con el fugaz temor que después se apoderó de su mente. Cuando ésta se esclareció, notó que estaban afuera, en un callejón estrecho y mal iluminado.
«Y frío», pensó apenas Primo uomo lo encerró contra la pared, un brazo a cada lado de sus hombros y su rostro cerniéndose sobre el suyo. Pronto, el frío quedó relegado cuando sintió el aliento caliente sobre la piel de su cuello, erizándola y enviando ligeros espasmos a todo su cuerpo.
—¿Su hotel o el mío, Primo uomo? —cuestionó en un susurro.
—Aquí mismo, si es por mí.
Estaba por recalcar con ironía el lugar privado en el que se hallaban, pero los labios del otro aprisionaron los suyos y lo último que vio antes de dejarse llevar fue su mirada refulgente. Besó y lamió las comisuras con fervor hasta que Primo uomo lo tomó de la nuca, abrió su boca y metió su lengua con ímpetu. Entonces, ambas lenguas se encontraron y se acariciaron por un buen rato, hasta que las barreras de la cortesía y los modales se desintegraron y él se sintió cómodo rodeando la cintura de Primo uomo con sus brazos y atrayéndolo hacia sí, chocando sus ingles. Pudo oír un lacónico y glorioso gemido que le causó una mueca de satisfacción.
Primo uomo vislumbró la sonrisa en su rostro y lo miró fijamente, al acecho de cualquier reacción, mientras desabrochaba la hebilla color oro. No batalló mucho antes de que el cinturón caiga al piso haciendo un ruido que le sonó raro. Luego, empezó a bajar la calza hasta media pierna con lentitud, principalmente en la zona de la entrepierna. Él intentó hacer lo mismo, mas Primo uomo apartó sus manos y lo besó para distraerlo mientras acariciaba sus muslos.
Apenas notó cómo, con tranquilidad, Primo uomo alzó su pierna derecha con una mano, ya que con la otra mano había decido masajear su miembro. Luego se quitó el guante con los dientes, en un movimiento que a él se le antojó demasiado sensual, y volvió a masajear su pene con más empeño. Envolvió los dedos alrededor de éste, apretó sin fuerza e inició un movimiento, arriba-abajo, incesante que al principio le supo tortuosamente lento. Mas, a medida que Primo uomo aceleraba el ritmo, los espasmos en su cuerpo se seguían y el calor incrementaba, hasta que asumió que no daba más y sintió explotar entre los dedos del otro.
El brillo en los ojos de Primo uomo transmitía lascivia y satisfacción, mas sus labios atacaron hambrientos cuando él aún no podía retomar la respiración.
Quiso retribuirle el favor, pero nuevamente Primo uomo apartó sus manos y, esta vez, las sostuvo entre la suya.
—No… Quiero que hagas otra cosa por mí —comentó con la voz un poco gutural.
—¿Qué…?
—Métete los dedos.
Le pareció que el calor disminuyó repentinamente por unos segundos.
—¿Qué…? —repitió incrédulo—. ¡No!
—Venga…
—¡Sabes que es por lo que más odio el sexo telefónico…!
—Vamos, Don Giovanni —susurró en su oído y le plantó un suave beso en el inicio de la mandíbula—, hazlo por mí.
No llegó a negarse de vuelta que Primo uomo asió con fuerza la mano que sostenía y la llevó hasta la altura de su boca. Entonces, Giovanni vio cómo sacaba su lengua y lamía sus dedos índice y mayor en toda su extensión y luego se los metía completamente en la boca. Y apenas la humedad lo cubrió totalmente, el calor volvió a expandirse por su cuerpo desde las yemas de sus dedos.
Imaginó la expresión de presuntuosa satisfacción detrás del antifaz, lo que le recordó que lo que Primo uomo quería, Primo uomo lo obtenía. Él no sabía qué demonios le podía encontrar a verlo darse placer de esa forma poco convencional, mas, con la dirección de la mano de otro, se llevó sus propios dedos hacia la entrada de su ano.
—Hazlo —canturreó Primo uomo.
Y él lo hizo. Sin vacilar, enterró la punta del mayor a través del esfínter. A pesar de saber que era él mismo, se tensó. Primo uomo pareció notarlo porque le dio un lametón a su mandíbula y una breve caricia a su glande. Él respiró dos veces antes de continuar más allá.
—Bien —lo felicitó—. Ahora el otro.
Lo fulminó con la mirada antes de introducir también el dedo índice. Con premura, lo llevó más adentro e intentó neutralizar sus expresiones.
—Y muévelos —ordenó Primo uomo alegremente. Luego añadió, con voz más seria—. Mira que me daré cuenta si no lo haces.
Resopló con falso fastidio. Ya se había acostumbrado a la intromisión y sus músculos se habían empezado a relajar. Aun así, separó ligeramente sus dedos tanteando su propio trasero y acarició su rugoso interior. Lo encontró extraño, pero también pequeñas descargas de placer lo invadieron y éstas lo envalentonaron a cerrar y abrir sus dedos, e incluso a curvarlos suavemente.
—Ahora, sácalos y mételos —susurró en su oído de una forma que encontró demasiado cautivadora como para no hacerle caso—. Sácalos y mételos. Sácalos y mételos. Sácalos y mételos. Sácalos y mételos… —Como si fueran órdenes, él cumplía al pie de la letra. Y a medida que aceleraba el ritmo, le pareció tonto negar lo obvio: lo estaba disfrutando y mucho.
Entreabrió los ojos y lo primero que vislumbró fue la mirada de Primo uomo fija en su rostro. Después, notó que se mordía los labios hasta volverlos blancos y que tenía la respiración un poco agitada. Por último, vio lo más interesante: Primo uomo se había bajado la calza y se estaba masturbando febrilmente al mismo ritmo que mantenía él.
Con los dedos de su mano derecha aún dentro de su cuerpo, estiró su izquierda hacia el pene de Primo uomo, pellizcó con suavidad la punta y gozó del gemido ahogado que le robó. Pellizcó torpemente un par de veces más y rozó ligeramente toda la extensión del miembro hasta estar seguro que Primo uomo estaba más duro que él. Entonces asió la mano del otro y la llevó hacia su propio trasero. Con una seña casi indescifrable le indicó que palpara. Primo uomo lo hizo; delineó una sección de la entrada ya más dilatada y se unió a los dedos que continuaban moviéndose introduciendo parcialmente su índice, lo que se tradujo en una inmediata tensión en Giovanni y una siguiente relajación.
—Creo que ya estamos listos —dijo Giovanni mientras sacaba finalmente sus dedos de su propio interior. Estaba empezando a voltearse cuando se detuvo abruptamente—. Tienes lubricante, ¿verdad?
Primo uomo negó con la cabeza y él lo miró incrédulo. Tenía que estar bromeando…
—Yo venía a una fiesta, no sabía que terminaría follando en un callejón —contestó como si fuera lo más obvio del planeta y no tuviera ninguna culpa. Aunque él estaba seguro de haber visto un brillo de maldad a través del antifaz.
Pensó que si hasta allí había estado bordeando su paciencia, ahora había traspasado el límite. Debería dar todo por terminado e irse ya mismo con parte de su dignidad intacta. Ir al hotel, tomar sus cosas, subirse a algún vaporetto que lo llevara a Italia continental y tomarse un avión de vuelta a casa.
«A la mierda.»
—Al menos, escúpete algo de saliva.
Pero tampoco podía negar que ya estaba allí y que él mismo estaba excitado de una manera que jamás habría sospechado. Terminó de girarse de cara contra la pared y se corrió la capa que caía en su espalda. Oyó lejanamente la risilla de Primo uomo y sintió el tirón en una de sus rastas que éste dio para que él encorvara la espalda y el trasero. Se abstuvo de insultar cuando la punta de Primo uomo ingresó, un poco más rápido y más fuerte de lo que esperaba, e indudablemente más grande que sus dedos. Aspiró con fuerza y trató de calmarse con el auxilio de las caricias que el otro le proporcionaba en su torso por encima de la tela y de los besos en su cuello.
En cuestión de segundos, Primo uomo estaba deslizándose por completo en su interior. Le tomó otro rato acostumbrarse íntegramente a la intromisión en su cuerpo, mas, cuando lo hizo, lo disfrutó plenamente. Tensó levemente sus músculos y los relajó, solo para sentirlo con más fuerza, pero Primo uomo lo interpretó como una señal aprobatoria. Empezó a moverse y, entonces, Giovanni quiso gritar de dolor y placer.
Y así lo hizo.
La ausencia de lubricante lo volvía todo más seco e íntimo —si quería encontrarle el lado positivo—, pero, a medida que las estocadas se sucedían y el pre-semen de Primo uomo se liberaba, el dolor se volvió más tolerable. En algún momento, el calor comenzó a emanar de sus cuerpos y descargas eléctricas recorrieron todas sus terminaciones nerviosas. En algún momento, sus gemidos se transformaron en puras exclamaciones de placer y sus vientres cosquillearon hasta volverse molestos. En algún momento, sus miembros endurecidos vibraron y, en algún momento, las rodillas de Giovanni parecieron aflojarse por lo que se dejó caer mientras que Primo uomo se alzó con fuerza.
La estocada fue portentosa y puntual. Tocó la próstata y le produjo un placer indescriptible. Con los ojos cerrados, disfrutó de todo el Carnaval de Venecia, con todos sus colores, su alegría y su Primo uomo. Apretó sus glúteos y liberó un gemido fácilmente confundible con un gruñido mientras se corría nuevamente. Al instante, oyó el gruñido de Primo uomo en su oído y percibió su semen humedeciendo las paredes rugosas de su trasero.
Primo uomo salió de su interior, mas no se alejó. En cambio, se apoyó en la espalda de Giovanni, buscando descanso, y ambos intentaron normalizar sus respiraciones. Se preocuparon solo de sentir sus pieles transpiradas y sus suspiros ocasionales.
Aunque solo le duró unos segundos, antes de acordarse de que la temperatura era invernal, que estaban desnudos y en un callejón.
—Che freddo! —dijo un hombre que salía del edificio con un cigarrillo en la mano. Los dos desorbitaron sus ojos y se separaron inmediatamente. Empezaron a alzar sus calzas con rapidez, pero Giovanni pateó algo en el piso que golpeó contra la pared—. Hey! Che cosa fai?! Gli omosessuali di merda!
Primo uomo lo apuró para retirarse, mas él se detuvo a mirar el suelo, donde contra la pared estaba su cinturón con la hebilla de oro y, atado a él, la máscara de médico de la peste que había comprado más temprano.
Amanecía en Venecia. El firmamento se aclaraba y se coloreaba de un suave dorado que las oscuras aguas del Gran canal absorbían. Viajaban en góndola por él, disfrutando de la belleza de la ciudad en la mañana y del canto suave en italiano del gondolero.
Oficialmente, para él, el tiempo del juego prescribía —aunque el dolor en su trasero, no— y finalmente se podía sacar la careta, mas no la máscara de médico de la peste. No podían arriesgarse a ser reconocidos. Por lo menos, así, podían disfrutar de los besos tranquilos y de la belleza del lugar, con una leve neblina abrazando las arcadas góticas y conformando una imagen de ensueño.
Repentinamente, pensamientos que había tenido en la tarde volvieron a saltarle en la cabeza.
«Elegant decay.»
Venecia era una ciudad preciosa, sin lugar a dudas, pero se estaba arruinando. Y cuanto más arruinada estaba, más linda se convertía. Además, Venecia se hundía, era un hecho. Con el pasar de los años y las centurias, la ciudad había adquirido la elegancia de la experiencia, del brillo y de la decadencia. Y, quizás, porque no había mejora posible o existía el convencimiento de que ya nada quedaba por hacer, lo único factible era su belleza romántica.
Si se atrevía a filosofar —y a esas horas era posible—, su relación con su hermano era comparable a Venecia. Ambos sabían que se estaban arruinando y hundiendo en un mar de problemas; pero, aun así, aquello que tenían era lindo y jodidamente fantástico.
—Bill —lo llamó en un susurro.
—¿Uhm?
—La próxima vez me toca a mí.
—¿Y qué se te ocurre? —preguntó algo adormilado.
—A ti, de mucama.
—Que poca inventiva, Tomi —resopló con mofa, pero no se negó. En cambio, se apretujó en el cálido abrazo y le plantó un beso suave en la mandíbula antes de dormirse a su lado, ambos abrigados con la capa de terciopelo azul de Tom, en una góndola en el Gran canal.
Sí, definitivamente eran como Venecia.
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