Título: Bill Dice
Resumen: Bill dice es su propio juego, el favorito de Bill. Así que Tom lo complace. Y si Bill dice que Halloween es de amor, Halloween es de amor.
Categoría: Slash
Rating: 13+
Nota: Participó del octavo concurso del Blog de Autores, y ¡salió segundo! *-*
Bill dice es su propio juego desde aquel largo viaje, cuando era infantes,
en el cual su madre les prohibió jugar a golpearse cada vez que alguno veía un
auto rojo, tras observar los moretones que aparecieron luego en sus brazos.
Bill dice que es su juego favorito; Tom, no tanto. Pero le gusta verlo feliz,
así que lo complace.
Bill dice que tampoco que es un juego muy difícil, Tom bufa y sisea que
todo depende de lo que se le ocurra pedir.
Bill dice que quiere una cita. Tom ríe. ¿Una cita? ¿En Halloween?
Bill dice que Halloween es de amor y Tom resopla pero asiente. Si Bill lo
dice, Halloween es de amor.
Bill dice que percibe el frío y eso no le gusta, menos para una cita. Ven
como a su alrededor el otoño desnuda a los árboles, cuyas hojas se desprenden
en la intimidad de la noche. Tom sugiere Los Ángeles, pero Bill dice que no;
aquella ciudad solo le trae a la memoria las luces cegadoras y el estridente
ruido.
Bill dice que quiere volver a tener diecinueve, con el gozo de dos álbumes
en su lengua materna y uno en inglés absolutamente exitosos, más la emoción
imperecedera de lo que está seguro serán hits
arrasadores. Tom contesta que lo ve con el cabello negro largo y unas
cuantas rastas blancas, con los ojos pintados con un negro esfumado hacia el
párpado superior y delineados perfectamente —lo que le confiere fuerza y
fiereza a su mirada, pero eso Tom no se lo manifiesta—, el rostro raso y las
manos pálidas, solo con una perfecta manicure
negra y blanca.
Bill dice que aún tiene frío y que, aunque adora Alemania, la encuentra
demasiado gris hoy. Tom bromea con que aún no tiene un crayón especial con el
que pueda pintarle las nubes de rosa; mas, si lo tuviera, lo haría. Entonces,
Tom ofrece Las Maldivas y, al girar a la izquierda, ambos se topan con el mar
azul, la arena blanca, la brisa tropical sacudiendo las hojas de las palmeras y
los bungalows sobre el arrecife.
Bill dice que no importa que sean hermanos. Tom sonríe, para él eso ya no
viene más al caso.
Bill dice que estuvo esperando una cita de ensueño; entonces Tom le señala
el cielo nocturno engalanado de estrellas, el océano reflejándolo débilmente y
las cigarras cantando a la lejanía, entre los árboles, como música incidental. Luego
lo invita a sentarse y a meter los pies en el agua. Hay un oleaje suave, casi
tan calmo como la noche, que llega hasta sus tobillos y finalmente golpea y
rompe contra el pequeño muelle.
Bill dice que todo parece perfecto, mejor de lo que había imaginado,
excepto… excepto que le habría gustado comida y una buena botella de champaña,
quizá en una cesta de picnic con el mantel a cuadros blancos y rojos. Y helado,
oh sí, mucho helado. Tom se apena; realmente no espera que Bill no sepa y él ahora
no sabe cómo explicarle. Se tensa por unos segundos hasta que Bill dice,
risueño, que solo es una broma inofensiva. Tom se enerva con gran velocidad,
como lo hizo en contadas ocasiones en el pasado, y se queja. Porque él se
presta para jugar al juego favorito de su hermano en vez del suyo, y aún así no
se pone a hacer tonterías.
Bill dice que está bien —en un refunfuño para no demostrar su vergüenza,
menos aún su tristeza—, que van a jugar el juego favorito de Tom, pero sólo
hasta cuando él diga «basta». Tom está a punto de decirle que no se refiere a
eso, porque el juego de Bill no le molesta en lo absoluto, pero entonces el
júbilo lo asalta y le toma la mano a un Bill desprevenido. Una sonrisa grande y
tonta aparece en sus rostros, y se cargan de significado en cuanto Tom acaricia
su mano, desde la palma hasta la punta de cada dedo y después vuelve a subir. Sube
y se desliza por el reverso, pellizca juguetonamente la muñeca y continúa por
el brazo y el antebrazo antes de demorarse en el hombro. Allí, Tom deja al
descubierto parte de la clavícula y se acerca queriendo oler la esencia maderada
de su hermano. Bill gime quedamente y Tom dice que no se preocupe, que el
Doctor Kaulitz sanará todas sus heridas. Y se detiene. El mundo se vuelve
estático por un segundo, para luego seguir girando.
Bill dice que continúe. Tom lo mira brevemente a los ojos y roza con
delicadeza su cuello. Después baja sus manos hacia el borde de la camiseta y
tira de ésta con suavidad y lentitud hacia arriba. La camiseta se alza dejando
a la vista el tatuaje en sus costillas, y de un último tirón se la quita. La
luz de la luna hace que la piel de Bill brille como el nácar y cree un
contraste exquisito con la negrura de su cabello. Las sombras ocultan su cadera
y cuando Tom desciende ligeramente la cintura de sus pantalones, la estrella
allí tatuada se impone más que cualquiera en el cielo. Tom quiere decirle que
lo deja sin aire, pero no puede y, en cambio, se dedica a acariciar con
vehemencia su torso. En cuanto se anima, lame el pecho de su hermano y se
sonríe cuando éste gime. Alza la mirada y se encuentra con los ojos
entrecerrados, cargados de expresión. Tom no se contiene, no puede hacerlo, y
le dice que lo ama. Entonces, Bill no dice nada y se sacude al tiempo que el
éxtasis explota en su ser. Sus dedos tiemblan y cierra los ojos mientras dibuja
en su rostro una sonrisa. Y como si el orgasmo lingüístico-emocional fuera
poco, Tom se apodera de sus labios y lo besa con una dulzura inaudita entre
ellos. Tom lo besa y Las Maldivas se nublan hasta que se separan.
Bill dice «basta». Y si Bill dice basta, el juego de Tom debe terminar.
Bill dice que está cansado y que deberían volver a Ohlsdorf. Tom le da la
razón y regresan en silencio, caminando entre epitafios hasta llegar.
Bill dice que Halloween se está terminando, por lo tanto también lo hace su
juego y su cita. Tom contesta que lo pasó bien y Bill lanza una carcajada
entrañable. Mas, Tom nota cómo sus ojos se llenan de ojeras, la barba crece
incipiente, aparecen los agujeros de sus últimos piercings, el cabello se
acorta y se aclara, y sangre empieza a descender de su sien y de su cuello. Alcanza
a vislumbrar el crepúsculo en el firmamento cuando, como en una pesadilla
recurrente, lo ciegan dos faros y el estridente bocinazo irrumpe en sus oídos.
Tom ve cómo su hermano se desvanece, su piel cada vez más transparente, e
intenta abrazarlo antes de que la negrura lo consuma. Pero no lo logra.
Entonces él, rendido, se deja caer al lado, en su propia tumba.
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